
Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
No podemos renunciar al asombro, ni naturalizar el asesinato sistemático de ecuatorianos como lo pretende el gobierno. El presidente Lasso se empeña en atribuir las muertes violentas a la “exitosa lucha contra el narcotráfico”, pero la realidad lo desnuda. Apenas el 27,47% de los asesinatos en todo el país durante el 2021 tuvo que ver con el narcotráfico y la mayoría de las víctimas no tenía antecedentes penales. No solo se matan entre criminales –como alegan el Gobierno y sus acólitos–; también se asesina a los más pobres, a los incómodos, a los desechables.
En un reciente trabajo Gustavo Duncan (Beyond Planta o Plomo. Drugs and State Reconfiguration in Colombia, 2022) utiliza el concepto de «oligopolio de coerción» para referirse al orden social y político que se ha configurado en Colombia. Donde el Estado y los ejércitos privados involucrados en el narcotráfico tienen simultáneamente control superpuesto de los medios de coerción necesarios para gobernar la sociedad.
Ecuador avanza en la consolidación de un «oligopolio de coerción» que garantice un orden social dócil con el modelo neo-extractivista. Esmeraldas es el ejemplo más trágico, pero no el único caso. Ponce Enríquez (Azuay), Lago Agrio (Sucumbíos), La Merced de Buenos Aires (Imbabura), entre muchas otras zonas, son testigos de este tétrico orden político en ciernes.
En este momento Esmeraldas tiene una tasa de 63 homicidios por cada 100.000 habitantes. La más alta del país en toda su historia, y una de las más altas del mundo. La violencia criminal en el centro de la ciudad de Esmeraldas mantiene en shock a la ciudadanía, gracias a los rituales macabros que se vuelven rutinarios. Esto tiene un potente efecto político que repercute a nivel nacional. El mensaje que se multiplica en redes sociales de la ciudad de Esmeraldas como una “zona bajo control criminal del narco” es tan efectivo como las masacres carcelarias. El poder simbólico que ambos sucesos despliegan mantiene en zozobra a la población y absolutamente distraída de los asuntos públicos medulares.
En Esmeraldas se configura un nuevo orden que tiene como beneficiarios a los cabecillas de las redes criminales y a las élites económicas de la localidad; y como mediadores a políticos profesionales, policías y otras autoridades
Mientras tanto, se configura un nuevo orden que tiene como beneficiarios a los cabecillas de las redes criminales y a las élites económicas de la localidad; y como mediadores a políticos profesionales, policías y otras autoridades.
Ya sabemos que el engranaje de este «oligopolio de coerción» está bien engrasado en las cárceles. Su desplazamiento hacia las zonas urbanas y rurales gana terreno a medida que se tejen nuevos pactos mafiosos con autoridades locales en torno a las economías informales e ilegales que cunden en el país.
Por eso en Esmeraldas la violencia criminal en las zonas urbano-marginales convive sin problemas con las organizaciones dedicadas a la tala ilegal de bosque, por ejemplo. Esmeraldas también tiene la mayor tasa de deforestación del país. Los agroindustriales, que se benefician de la deforestación, avanzan con sus monocultivos a gran escala, a la par que incrementan su acaparamiento privado de agua dulce, en detrimento de las comunidades campesinas que viven de ella. Familias enteras migran a la ciudad para sobrevivir y son presa fácil de las redes criminales. Así, la otrora provincia verde palidece mientras el «oligopolio de coerción» se fortalece.
La regionalización de la gobernanza criminal en América Latina es congruente con el modelo neo-extractivista y agroindustrial que se impone a sangre y fuego. Desactivar este perverso mecanismo de acumulación será difícil mientras sus beneficiarios sigan incólumes tras bambalinas, fingiendo ser democráticos. Por eso hay que preguntarse ¿quiénes se benefician del oligopolio de coerción? y abandonar las narrativas simplonas que tanto entusiasma a los “señores de la guerra”.
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