
Gigantescas concentraciones de público se escenificarán esta semana en varias ciudades del Ecuador. Serán las mayores del año. Las procesiones de Viernes Santo ––las del Señor del Gran Poder en Quito, del Cristo del Consuelo en Guayaquil y las de otras ciudades–– serán nutridas manifestaciones de religiosidad popular con centenares de miles de participantes activos y espectadores.
A pesar del cambio del contexto cultural (hace décadas, esta era de recogimiento y se la llamaba la Semana Mayor, por ser la central del año litúrgico; hoy para centenares de miles, es un puente vacacional sinónimo de playa), las procesiones siguen siendo una obligación autoimpuesta para decenas de miles, que esperan todo el año ser parte de ellas. Estas manifestaciones, por lo demás, reciben en los medios un despliegue inusitado, con reportajes previos sobre los preparativos, los ritos, las vestimentas, infografías sobre las imágenes que cargan los fieles, planos sobre los recorridos y gran despliegue en la edición del Sábado Santo sobre lo que aconteció.
Se trata de manifestaciones populares de lo que se entiende por religión. Son respetables en cuanto sinceras y nacidas del fuero íntimo de cada persona, pero no corresponden a un concepto adecuado de la fe. “Misericordia quiero y no sacrificio. Y más conocimiento de Dios que holocaustos”. Lo dijo hace casi 3.000 años el libro de Oseas, en la Biblia. Mil años más tarde, el propio Jesús recomendó esforzarse por entender esa frase, como lo recogen los Evangelios.
El espectáculo de los “cristos” que cargan descomunales maderos, que llevan los pies con grilletes o que, peor aún, andan con espinos y cilicios que les hincan la piel y se azotan públicamente es, a decir verdad, degradante. Lo mismo pensaba García Moreno, que permitía las procesiones pero sin estas exageraciones (en realidad, García Moreno se metía en todo lo de la iglesia, por eso tuvo una relación tirante con el arzobispo Checa y Barba, que dijo que con él siempre había caminado “por el filo de la navaja”).
Hoy la iglesia, y en especial los franciscanos, que manejan la procesión del Gran Poder, no deben desmayar en controlar esas manifestaciones extremas que, aunque pueden ser sinceras no son lo que exige una fe madura. Es en la cotidianidad, ¡y no solo un día sino a lo largo de todo el año!, cuando la fe en Dios debe manifestarse en la honradez, la moderación, la austeridad, la compasión, el servicio a los demás.
“Unas cuatro millones de personas acuden cada año a los santuarios marianos del Ecuador”, me decía el P. Juan Botasso, el famoso antropólogo e intelectual salesiano, refiriéndose a El Quinche, El Cisne, Las Lajas, El Huayco, La Nube y otros más. Si a eso se suman unos dos millones de fieles que salen el Viernes Santo, la suma es impresionante y sería la envidia de cualquier político. “El desafío de la pastoral popular es convertir esa religiosidad, a veces equivocada, que cree que Dios necesita vernos sufrir, en verdadera fe y compromiso de vida”, completaba Botasso.
Creo que una ocasión muy propicia será la visita del Papa Francisco los próximos 6, 7 y 8 de julio, aunque la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, en un exceso de celo, aún no quiere divulgar el programa. Espero que por fin lo confirme luego del Domingo de Pascua. En esa visita también habrá olor de multitudes: calculo que la misa campal del papa en el Parque Bicentenario (antiguo aeropuerto) de Quito, superará el millón de asistentes, pero el papa seguro que hará una catequesis más honda que la del mero rito externo.
La enraizada tradición, la belleza y la fuerza de la Semana Santa quiteña, que se celebra por siglos desde la Colonia ––aunque, durante la República, sus manifestaciones externas estuvieron suspendidas 35 años por el liberalismo, desde la expedición del Código de Policía por Eloy Alfaro en 1911 hasta que las autorizó nuevamente Velasco Ibarra en 1946––, hizo pensar en la alcaldía de Paco Moncayo en una estrategia de aprovecharla para el turismo. Se promocionaron los actos de los templos; se difundió el calendario y recorrido de las diversas procesiones, en especial la de Jesús del Gran Poder; se impulsó, incluso, el tema de la gastronomía. Un logro de gran altura cultural fue la institución del Festival Internacional de Música Sacra, que felizmente se ha mantenido catorce años seguidos, lo que es mucho decir en un país en que cada autoridad inventa el agua tibia y deja de hacer lo de la anterior.
Para saber por qué ni siquiera Barrera pudo destruir el festival basta ir a cualquiera de los escenarios en que se presentan los grupos nacionales y extranjeros: las iglesias, teatros, auditorios se llenan hasta el tope y la gente vibra con las voces e instrumentos que entonan música gregoriana, barroca, folclórica o moderna, así como “spirituals” negros y de otras tradiciones. No es un acto religioso, es un acto cultural. Pero esa música que originalmente se compuso para elevar el alma hacia lo alto, vuelve a producir la magia del goce estético y, al menos las mejores piezas y los mejores intérpretes, momentos de reencuentro con la propia espiritualidad, como quiera que esta se la defina o sienta.
En el barrio en que nací y crecí, San Marcos, a la salida del concierto en la iglesia los vecinos brindan además un vino hervido, un bizcocho y una galleta dulce en forma de corazón. Y si eso es después de haber oído piezas cubanas de los siglos XVIII y XIX, que por primera vez se interpretan fuera la isla, como las que nos trajo la semana pasada la extraordinaria Camerata Mozarteum de La Habana, la experiencia es aún más completa. Es difícil asistir a todo: hay días en que se escenifican hasta cuatro conciertos. La variedad es maravillosa: los músicos de esta edición han sido originarios, si mal no recuerdo, de Alemania, Armenia, Brasil, Cuba, España, EEUU, Holanda, Italia, México y Uruguay, además, por supuesto, de los ecuatorianos.
Demasiada promoción, sin embargo, puede hacer daño, cuando convierte en producto solamente turístico las manifestaciones litúrgicas. No hay derecho de que al famoso Arrastre de las Caudas del Miércoles Santo ––una antigua y conmovedora ceremonia que solo persiste en la catedral de Quito (hasta hace unos años también se la hacía en las catedrales de Sevilla y Lima, pero las han suspendido)–– se lo haya arruinado: desde hace unos años ha perdido su carácter sacro por el amontonamiento incontrolado de turistas y curiosos, de cámaras y luces, como que se tratara de una función de circo.
Religión, cultura, turismo, fe, gastronomía, todo se mezcla en esta semana. Cada quien la vivirá a su manera. Pero hay que reconocer que un inmenso segmento de la población del Ecuador lo vivirá transido de una religiosidad popular arraigada en su alma.
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