
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El brutal femicidio de María Belén Bernal es el espejo que nos faltaba para reflejar el esperpento de sociedad en que nos estamos convirtiendo. Una imagen absolutamente incongruente con la idílica visión de isla de paz con la que nos autocomplacimos durante décadas. Mirar por el hombro a nuestros países vecinos, acogotados por una violencia crónica, llegó a ser un distintivo de nuestra identidad nacional.
Por eso mismo esta nueva imagen es aterradora, porque la violencia se ha convertido en un fenómeno estructural. Ya no se trata de la consuetudinaria conflictividad política con la que, mal que bien, aprendimos a convivir. Ahora se trata de una violencia cultural, recóndita, que permea todos los espacios de la sociedad: son las masacres en las cárceles, el sicariato generalizado, los femicidios…
En el Ecuador, la violencia política ha sido recurrente, pero no crónica. Ha fluctuado en forma de oleadas, dependiendo de las crisis, del autoritarismo de los gobiernos o de la intensidad de las luchas populares. El propio término de dictablanda con el que se denominó a un gobierno militar de los años setenta, evidencia esa particularidad. Mientras en el resto del continente se había institucionalizado el terrorismo de Estado en contra de las organizaciones y partidos de izquierda, aquí el gobierno del general Rodríguez Lara aplicaba políticas progresistas.
El atroz crimen que se acaba de cometer al interior de la Escuela Superior de Policía, con la posible complicidad, indiferencia o encubrimiento de varios elementos policiales, acentúa esa desconfianza generalizada.
Hoy, sin embargo, la violencia estructural que se está entronizando en el país amenaza con iniciar una peligrosa espiral ascendente. Cuando la violencia se convierte en un ingrediente de la cotidianidad social, difícilmente se la puede revertir, porque la población empieza a desconfiar no solo de la capacidad, sino de la funcionalidad del Estado para ejercer su autoridad. El atroz crimen que se acaba de cometer al interior de la Escuela Superior de Policía, con la posible complicidad, indiferencia o encubrimiento de varios elementos policiales, acentúa esa desconfianza generalizada.
Lo más grave es que las respuestas nacen de la impotencia, la indignación o la desesperación ciudadana antes que de una preocupación equilibrada. Las pulsiones sociales se imponen sobre la racionalidad democrática. Las redes sociales, que constituyen el terreno propicio para estas expresiones espontáneas y a ratos desproporcionadas, empiezan a inundarse de mensajes autoritarios y violentos: instauración de la pena de muerte, castración a violadores, gobierno de mano fuerte, legalización del porte de armas, castigos implacables para los delincuentes…
De ahí al fundamentalismo penal, o a la justicia por mano propia, solo media un paso. Ya incineraron a dos supuestos extorsionadores y le amputaron la mano a un supuesto ladrón. La aprobación colectiva de estas reacciones populares anticipa un escenario espeluznante para el país.
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