
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Mirar a los jefes militares concurrir por decenas a una audiencia en la Corte Nacional de Justicia me pareció, como titula Plan V,una incursión, casi una ocupación.
Y me recordó un episodio de la historia ecuatoriana reciente: los sucesos protagonizados por el general Bolívar Jarrín mientras fue ministro de Gobierno de la última dictadura militar, la de los triunviros, hacia finales de la década de 1970. Un momento que, además, mantiene otras semejanzas con el actual.
En cuanto la partidocracia y ciertos sectores de militares supieron que el binomio Roldós-Hurtado llevaba la delantera en las elecciones presidenciales de julio de 1978, la conspiración contra el proceso de recuperación de la constitucionalidad se acrecentó. Autoridades del Tribunal Electoral y el ministro de Gobierno de la época, como se evidenció más adelante, resultaron ser los cabecillas y artífices del sabotaje a la reestructuración del Estado de derecho. No tenían ninguna razón plausible, ni jurídica ni cultural, menos aún cívica. Les unía y alimentaba la preocupación de que los antiguos dirigentes de los partidos tradicionales perderían su hegemonía y otros serían los privilegiados con la adhesión popular. Sin otro motivo, entonces, se prodigaron en tratar de desprestigiar y de menoscabar el triunfo de aquellos candidatos. Hablaron de fraude y comenzaron a anular los comicios, incluso de provincias enteras. No lo consiguieron. La ciudadanía había expresado muy claramente su anhelo de recuperar la vida jurídica democrática. Tal fue su pronunciamiento mayoritario desde el referendo para definir qué Constitución estaría vigente al completarse la transición de los militares a los civiles.
Esos electores, de modo inequívoco, rechazaron cualquier intento de perpetuar lo dictadura o de cambiarla por otra. Este espíritu significó una presión a los triunviros. A ella se unieron y acogieron con un respaldo inequívoco sectores de la prensa, y esta acción conjunta pudo oponerse a la pretensión de detener y abortar el proceso. Los ecuatorianos de entonces lograron dejar atrás la dictadura y bloquear a los conspiradores.
A décadas de esos sucesos es posible advertir el sentido de la lucha por la restauración jurídica en Ecuador. Y es posible apreciar el valor democrático que ella tuvo. Permite estimar también la contumaz acción de los golpistas para echar abajo tal propósito. Acudieron a todos los arbitrios y no se detuvieron en nada. Llegaron al absurdo de asesinar a un dirigente político, el fundador del Frente Radical Alfarista, Abdón Calderón Muñoz. El crimen, como se fue conociendo los meses posteriores, tuvo si no el apoyo al menos el conocimiento de altísimas autoridades de entonces.
Esos fueron los tiempos de la mano negra electoral, de la presidencia de la Corte Suprema de Justicia ejercida por un asesor de la dictadura y amigo del mayor sindicado por el crimen. Fue también, una ocasión para evidenciar el famoso espíritu de cuerpo de los militares. Muy distinto, por cierto, de la robustez institucional de las Fuerzas Armadas, con la que se ha tratado de confundirlo e identificarlo. No. El espíritu de cuerpo es una noción equívoca. Peligrosa. Puede ser una actitud que preserve intacta la incondicionalidad. Probablemente tenga elementos cercanos a la solidaridad: todos para uno, uno para todos. Pero también puede confundirse con la complicidad.
La institucionalidad alude a características de las organizaciones respecto de problemas permanentes y relevantes para una sociedad, que establecen pautas de conducta definidas, aceptadas y reguladas. La discrecionalidad está en las antípodas de la institucionalidad. No del espíritu de cuerpo.
Los miembros del triunvirato y otros jefes castrenses, no solo permitieron que su colega continuara como militar activo, y ejerciendo un cargo pagado por los ecuatorianos, sino que lo respaldaron para que fuera juzgado por la corte militar.
Privilegios que, según corrientes de opinión ciudadana de la época, no correspondían ni con la gravedad de las acusaciones, peor con el instante en el que el triunvirato estaba preconizando el proceso de reestructuración jurídica del Estado.
A casi 40 años de esos acontecimientos es posible advertir que en las filas militares, y seguramente en la cúpula del propio régimen, había una puja entre quienes estaban por la transición a la democracia y los que se oponían con todas las armas posibles: literalmente.
El ejercicio del espíritu de cuerpo entre aquellos militares fue criticado en diversos ámbitos sociales y advertido como posible por la falta de autonomía de la función judicial, y la existencia de ecuatorianos de primera, en ese entonces los militares, y de segunda, por ese lapso los civiles. Fue percibido como producto de la débil institucionalidad, tras casi nueve años de dictaduras civiles y militares, y por el exilio de los principios de la separación de los poderes.
Que un hecho similar se produzca 36 años más tarde descubre lo que también sostiene el colega Juan Cuvi: la enclenque, si no ausente institucionalidad democrática que vivimos los ecuatorianos en este período, al mismo nivel, si no más, que el de una dictadura, tras casi nueve años de correísmo, presuntamente una democracia.
Solo quiero añadir que, paradójicamente, y a pesar de parecer contradictorio, la democracia ecuatoriana se ha seguido consolidando, a pesar de los corporativismos y de los garrotazos a la institucionalidad democrática. Se ha fortalecido no por obra de la actual partidocracia y de las que la precedieron, sino a pesar de ellas, por el convencimiento de su sociedad civil, de su ciudadanía de que la única opción es la democracia y que una democracia incompleta solo puede ser sustituida por más democracia.
Por ello es de desear que la acción de protesta y de movilización social, ciudadana y política, ni por broma plantee una salida golpista: militar o civil. Los ecuatorianos en mayoría estamos por el estado de derecho, por la democracia; contra el golpismo y el despotismo. Por la institucionalidad, no por el espíritu de cuerpo entendido como una absoluta defensa de intereses particulares.
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