No tengo ninguna duda que si Pinochet hubiera cometido los mismos crímenes contra los derechos humanos que caracterizaron su mandato, pero bajo un discurso de izquierda y repitiendo frenéticamente eslóganes contra el imperialismo, el liberalismo, y los empresarios, sería recordado como un héroe revolucionario. Sin duda, los jóvenes izquierdistas del continente caminarían orgullosos luciendo camisetas impresas con su rostro. Tengo la certeza que esto sería así, pues ahora mismo las imágenes de genocidas como Mao Tse-tung, de homófobos como el Che, o de delincuentes comunes como Tirofijo (Marulanda), son exaltadas como emblemas heroicos desde la intelectualidad socialista de nuestro continente.
Las acciones u omisiones, capaces de generar sonoros abusos no tienen ninguna importancia en la retórica progresista. El discurso es lo único relevante. Basta con que doña Cristina Fernández de Kirchner expela sublimes consignas anti imperialistas, o pronuncie a viva voz frases que hagan referencia a la "patria grande", para que por arte de magia los millones de dólares que tenía escondidos en los lugares más inverosímiles, incluyendo la lonchera de su hija menor, y su imposibilidad de justificarlos, le sean perdonados. Ella es una valiente militante de izquierda y por lo tanto debe ser contada entre los buenos. Cosa idéntica ocurre con don Timochenko, quien pese a haber liderado una peligrosa pandilla criminal que aparte de haber asesinado y secuestrado a miles de personas, defendía la ambigua costumbre de usar niños soldados y niñas esclavas, es reverenciado ahora mismo como un político intachable a quien conviene admirar con socialista veneración. No importan los hechos, importan los eslóganes que se use. Una resplandeciente consigna revolucionaria bastará para redimir cualquier crimen, y la ausencia de los eslóganes apropiados son suficientes para condenar a cualquier persona aún antes que hubiera intentado hacer nada.
Este sistema de pensamiento es el que demanda mirar con benevolencia los poco disimulados disparates del correismo. ¿Qué importan los presos políticos, los indígenas encarcelados, los incontables abusos y las abundantes acusaciones de corrupción, si el gobierno mantiene una conveniente retórica antiimperialista? No se defiende el hecho objetal, se defiende el esfuerzo lírico. Si las frases prefabricadas son las correctas, el político debe ser considerado virtuoso. Si por el contrario alguien defiende el respeto de las normas democráticas liberales, entonces debe ser considerado "derechista" por el limitado y binario glosario de términos del intelectual progre latinoamericano.
Una falacia ad-hominem es aquella que tratará de anular el argumento de un sujeto, basado en las características personales del mismo y no en las evidencias lógicas detrás de él. Es por eso que todas las propuestas del candidato Guillermo Lasso al respecto de la restauración de un sistema democrático en el Ecuador, son replicados desde los intelectuales alineados al régimen bajo el argumento de que su expositor es un banquero. Lasso sería nocivo para el país no por su plan de gobierno si no porque fue presidente de una institución financiera. Ese es el único argumento del correismo, y de hecho no es un argumento si no una falacia basada las actividades económicas a las que el candidato se dedicó en su momento.
Es decepcionante la incapacidad de reflexión de algunos actores vinculados a la enseñanza universitaria, editorialistas de medios oficiales, o militantes de ideologías totalitarias. Ninguno de ellos delibera sobre las inconveniencias de mantener un gobierno sin división de poderes, la laceración a la libertad de expresión, el disciplinamiento de la sociedad civil, o la imposición de un sistema único de pensamiento. Para ellos ninguno de estos elementos es un problema siempre y cuando los líderes de la revolución ciudadana sigan manteniendo eslóganes socialistas, que hace tiempo dejaron de significar algo. Frente a esto, el recurso que repiten histérica, y cíclicamente (piense en la mula del poema La noria de Antonio Machado, pero exaltada por las meta-anfetaminas) es que Guillermo Lasso fue un banquero. Cómo si no lo supiéramos. Cómo si ese elemento justificara de manera automática la promesa de un régimen no democrático que pretende extenderse "toda una vida". Cómo si tuviéramos que olvidar inmediatamente diez años de autoritarismo, laceración de libertades y prepotencia, básicamente porque a los voceros del partido único no les gusta el anterior oficio de uno de los candidatos.
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