
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
En una reciente entrevista, Fernando Tinajero sostiene que el fanatismo es una abdicación de la razón. Lo que mueve a un fanático –añade– es la irracionalidad, es decir, la negación de una visión crítica del mundo. El fanático puede pensar, pero no tiene la capacidad de establecer relaciones complejas entre los componentes de la realidad.
Por ejemplo, a la luz de los hechos revelados en el último año, es obvio que durante el correato se puso en práctica un esquema perfectamente estructurado para saquear el erario nacional. En esa lógica, el discurso contra la prensa o contra los poderes fácticos nunca reflejó una postura política e ideológica honesta, sino una artimaña para impedir la fiscalización pública. La demolición institucional no pretendió ningún cambio estructural; tan solo quiso asegurar la impunidad de los ladrones.
Sin embargo, todavía existen ecuatorianos que están dispuestos a tragarse la rueda de molino de la conspiración imperialista (el lawfare) en contra del anterior gobierno. Por encima de las evidencias, prefieren creer en los desmentidos de los involucrados. No tienen la capacidad para relacionar crítica y objetivamente los hechos. Solo tienen condición para la fe.
Emilio Gentile, uno de los más agudos estudiosos del fascismo italiano, plantea que el sustrato de esos proyectos totalitarios es la sacralización de la política, la creación de una religión de la patria. Se sustituye la ritualidad confesional por una ritualidad política. A partir de ese momento, las masas desechan el razonamiento y permiten su control absoluto desde el poder. La verdad queda circunscrita a la palabra del caudillo.
Uno de los mayores y más perversos resultados de este fenómeno es la enajenación colectiva. Con el tiempo, el gobierno no necesita controlar a la población, porque esta termina convencida de las virtudes del autoritarismo. Se controla a sí misma.
Durante el gobierno anterior, los publicistas del correato entendieron al dedillo el potencial de la religión en la política. Constantemente apelaron a la fe ciudadana desde el discurso oficial. No había que hurgar en los asuntos públicos, aunque apestaran. Únicamente había que creer.
Introducir la religión en la política es la mejor estrategia para anular a la sociedad. Mejor dicho, para anular la posibilidad de que la gente construya y pelee por su proyecto de vida, porque todo queda reducido a la subjetividad de los actores políticos.
Hoy, el debate sobre la despenalización del aborto está siendo distorsionado por grupos fanatizados que lo asumen desde posturas religiosas. No entienden que el derecho a interrumpir libremente el embarazo es un tema esencialmente político, pues atañe al poder de las mujeres frente al patriarcado. No se refiere a creencias sino a evidencias, a violencias cotidianas, a muertes evitables, a desigualdades históricas y estructurales.
Eloy Alfaro hizo una revolución para sacar a dios de la esfera pública. Como respuesta del fanatismo religioso, los curuchupas incineraron al laicismo en la hoguera de El Ejido. Un siglo después el Ecuador no termina de liberarse de ese vergonzoso retroceso.
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