
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
¿Por qué la propuesta de plurinacionalidad de la CONAIE levanta más polvareda que la propuesta federalista de Jaime Nebot? Simple: porque la primera tiene su origen en una demanda histórica de los pueblos indígenas, mientras que la otra responde a una añeja aspiración de las élites guayaquileñas. En este país no es un secreto que la consigna “Guayaquil independiente” ha permeado a la sociedad porteña desde inicios de la república. Es un imaginario inoculado por los grupos oligárquicos aprovechándose de una legítima necesidad de identidad regional de un pueblo.
En principio, el federalismo implica un cuestionamiento al Estado unitario mucho más terminante que la plurinacionalidad, porque se refiere a la existencia de Estados con una fuerte autonomía jurídica y fiscal. Es decir, con leyes particulares y con un manejo independiente de los dineros públicos. Basta citar un ejemplo concreto que ocurre en los Estados Unidos para entender la dimensión de esta estructura política: la aplicación de la pena de muerte o la penalización del aborto difiere radicalmente entre Estados. Todo depende de dónde se cometa el delito o dónde se ejerza el derecho.
Con la frágil institucionalidad de nuestro país, el federalismo implicaría una patente de corso para los grupos de poder locales. Si ahora tienen la propensión a hacer lo que les da la gana, no es necesario imaginarse el clima de arbitrariedad que se impondría en un Estado federal.
Cuando en la Asamblea Constituyente de Montecristi se debatían los alcances de la justicia indígena, varios representantes de la derecha advertían sobre el riesgo de disolución nacional que supuestamente entrañaba normar ese derecho colectivo. La existencia de varios Estados dentro del Estado nacional era la muletilla más común para fundamentar este cuestionamiento. Al final, las alarmas se desactivaron a la luz de los hechos, porque el marco jurídico nacional sigue conservando prerrogativas fundamentales sobre la aplicación territorial de la justicia indígena.
Esto no es posible en un Estado federal. Por ejemplo, ningún juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos puede revocar una sentencia a la pena capital emitida por la administración de justicia de un Estado, y únicamente el gobernador de ese Estado tiene la potestad de otorgar indultos o conmutar penas.
Con la frágil institucionalidad de nuestro país, el federalismo implicaría una patente de corso para los grupos de poder locales. Si ahora tienen la propensión a hacer lo que les da la gana, no es necesario imaginarse el clima de arbitrariedad que se impondría en un Estado federal.
Desde esta perspectiva, el federalismo se presenta como una tranza entre grupos oligárquicos a fin de limitar los derechos colectivos. Por ejemplo, aquellos derechos que exigen la protección ambiental y que, en la práctica, ponen límites a la dinámica extractivista de las grandes empresas y corporaciones. El federalismo, en esencia, aparece como una estrategia jurídico-política para neutralizar la potencial fuerza del movimiento indígena y de los movimientos sociales en las disputas políticas nacionales. Es un federalismo de la insolidaridad: preservar intereses privados en desmedro de los derechos comunes.
Esto explica la displicencia con que los grupos de poder de la Sierra han asumido la propuesta federalista del exalcalde de Guayaquil.
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