Ya se anticipó que los asesinos físicos de Villavicencio deberían estar constante y efectivamente protegidos porque no tardarán los verdaderos autores del asesinato en dar cuenta de ellos. En efecto, ellos poseían saberes que, uniendo cabos, servirán a la justicia para recorrer mejor los turbios caminos de ese asesinato. Porque unos son los actores materiales y explícitamente contratados para el crimen y otros los que decidieron, mediante su muerte, sacarlo de la lista de candidatos a la presidencia del país.
Un asesinato de esta clase supone una lista secreta e inmunda de actores directos algunos de los cuales, posiblemente, podrían estar frente a nosotros y hasta podrían ser quienes más lamentaron esa muerte y quienes con más altas voces clamaron justicia, No es posible que se cometan estos crímenes sin múltiples complicidades.
Estos asesinatos suponen un complejo sistema de actores difícil de identificar y de desentrañar. Responden a un proceso larga y fríamente preparado. Un proceso en el que no quedan cabos sueltos de ningún orden. En efecto, quienes dispararon a la víctima solo constituyen el último eslabón de un proceso azas complejo, largo y secreto.
Pero ya no están para hablar.
Sobre estos extranjeros contratados ad hoc, debió darse una perenne y severa vigilancia. Pero ellos ya han sido asesinados en la cárcel y otros involucrados seguirán la misma suerte si no son aislados y perennemente vigilados por un personal policial éticamente confiable.
Si ya fueron capaces de asesinar a Villavicencio, no les va temblar la mano para hacerlo con cualquiera que pudiese hablar y delatar a los verdaderos actores del crimen. Entre nosotros, todo es posible hasta lo aparentemente imposible. En nuestras cárceles todo es posible, hasta lo imposible.
La prueba es que uno de ellos ya fue asesinado. Y es absolutamente inútil que nos preguntemos cómo es posible que en la misma cárcel se asesine a un sospechoso del crimen. La respuesta es sencilla: si fueron capaces de matar a Villavicencio, cómo no lo harán con cualquier otro culpable.
Desde hace mucho tiempo, nuestras cáceles se han convertido tanto en escenarios de la violencia extrema interna como en la fuente del sicariato a nivel nacional, actores del mal.
De hecho, las cárceles del país se han convertido en la fuente de crímenes atroces. De allí surgen las órdenes para asesinar tanto a sujetos encarcelados como a ciudadanos libres. Para cada sicario hay por lo menos uno que estará siempre listo para intervenir en esa perversa ruleta en la que la venganza, la crueldad y el secreto constituyen sus partes esenciales.
Los poderes del Estado ya se rasgaron las vestiduras y, cual plañideras, nos hicieron oír sus turbios ayes de dolor y sus sagradas promesas de justicia.
El tiempo pasa, se va para siempre. Y en su lugar se instala el olvido nacional destinado, curiosamente, a que puedan repetirse similares acontecimientos que, como antes y ahora, nos conducirá al mundo de los olvidos.
Tal vez siempre fuimos así de indolentes (los que no sufren porque carecen de conciencia de responsabilidad y de justicia). O tal vez fuimos obligados a mirar nuestra propia historia y sus injusticias desde la vera del camino. Sin embargo, es preciso no bajar el telón para ocultar la parte perversa de nuestro sistema carcelario. Es indispensable que el país dé muestras claras de ética y también de honorabilidad y justicia.
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