
Quito, 5 y 35 A.M. Axel despierta, camina esquivando remeras y medias sucias tiradas en el piso de ciprés. Enciende la luz del baño, se mira en el espejo, la misma mirada, el mismo fulgor pero la piel agrietada. Abre el grifo escucha la serena ambigüedad del sonido del agua. Siente la helada certidumbre del líquido vital que se impregna en su rostro desvaneciendo legañas y sueños densos.
Sale del pequeño dormitorio, lava tres naranjas y las corta por la mitad. Exprime las naranjas, levanta la voz y le dice al parlante inteligente, Alexa, Paul Desmond, “Take five”. Nuevamente escucha la banda sonora de su vida que fluye como el saxo en la melodía de Desmond. Siempre esquivando partituras.
Abre un café proveniente del valle de Cariamanga, guardado en un envase de papel reciclado, el olor penetrante del arbusto actúa como una señal vital porque su olfato está intacto, más sensible que nunca. Es el único test que se practica a diario para saber si tiene el virus mortal. Uno, dos sorbos de café y la pequeña cocina americana empieza a tomar color y densidad, a lo lejos, desde la ventana de la sala, la ciudad se desparrama como un caleidoscopio de luces anónimas. Amanece.
Sale del apartamento, baja siete pisos con rapidez por las gradas de mármol, extrae de una de los bolsillos de su chompa jean un barbijo de algodón marca Lacoste. Se lo coloca sin mayor dificultad, el oxígeno disminuye mientras camina por el garaje subterráneo del edificio, llega a su parqueadero.
Encuentra a su Peugeot 308 algo empolvado, quita las correas de seguridad del portabicicletas, levanta la bici montañera de grafito y la hace rodar. Utiliza una tarjeta magnética sobre un sensor para abrir el garaje del edificio. Monta en la bicicleta, pedalea mientras el alba lo atrapa en un silencio epifánico. Se detiene un instante, se quita el barbijo y lo guarda en su chaqueta. Respira profundamente, siente alivio. El aire es límpido, como la transgresión.
Avanza en medio de la calle desolada, se apagan algunas luces de diferentes departamentos. Estira su columna, otra bocanada de fuerza natural, insospechada. Total convicción de movimientos, siente el viento helado en su rostro como una arenga más. Una ciudad confinada tiene algo de magia, piensa. Los músculos se tensan en la primera cuesta de no más de cien metros, el plan es transgredir porque está prohibida la circulación de personas y todo tipo de vehículo en época de pandemia. Axel lo sabe, no quiere más que una dosis mínima de oxígeno y colores desbocados. La ciudad se extiende vacía y misteriosa. Todo es bizarro, cada día que despierta sin fiebre y con los pulmones sanos es una batalla ganada a COVID-19.
Pedalea, cada vez más rápido, toma una bajada con la máxima certidumbre de que su infracción es parte de un ritual liberador, indispensable. Recuerda su infancia, seis, siete años, siempre pedalear para dejar correr la mente mientras desaparecen rostros adustos, colores y tristezas. Luego regresar cuarenta años después, el mismo espíritu, la piel castigada por el tiempo, hambre de brisa.
Aumenta la velocidad, algo de vértigo, los colores son más reales pese a las esquirlas de niebla, gira derrapando levemente, retoma el control y termina frenando con precisión frente al edifico de ladrillo en el que habita. Respira, intacto, totalmente libre. Escucha el aullido de la sirena de un patrullero. Una voz agreste repite desde un megáfono que no se mueva.
Un oficial de piel cetrina y ojos inyectados de sangre le repite que está infringiendo el estado de emergencia y que queda detenido por poner en riesgo la seguridad nacional. Mira al policía y le dice que no ponía en riesgo la vida de nadie porque cicleaba en un lugar abierto. Otro oficial, éste de tez blanca y quijada pronunciada le contesta que tiene derecho a hacer silencio porque todo lo que diga será usado en su contra. Escucha el sonido metálico de las esposas cerrándose sobre sus muñecas, es un sonido que posee una musicalidad barroca que lo traslada en el tiempo.
Quito, 1995. Axel avanza raudo en un Susuky Forza, modelo 1994, esquiva autos en medio del tráfago desesperante de la ciudad estampida. Se detiene en medio de un atolladero, la música de Sting, English man en New York suena desde los parlantes del frágil vehículo color púrpura. Por un momento regresa de su delirante deambular y mira a su derecha una tapia blanca, que de a poco deja de ser un muro hasta convertirlo en un lienzo perfecto, inmaculadamente exacto. Lanza una bocanada de humo de su camel sin filtro, agita el aereosol de pintura negra y baja. Respira profundamente, sacude nuevamente el spray de pintura, las letras viajan solas en el muro. Escucha algunos bocinazos, aumentan los latidos y el grafiti parece pintarse solo. Alcanza a firmar con el símbolo iniciático: un triángulo. Cuando me suicido despierto en Quito. Corre, sube al auto y arranca.
Por un momento siente un placer inefable, la idea de la cuerda floja y el trapecista de las palabras que se publican en el momento menos esperado. Nuevamente ha sorprendido a la ciudad: su musa, su mazmorra interminable. Mientras acelera sincopadamente escucha el bramido de una sirena de un patrullero. Un Trooper, último modelo le cierra el paso en una calle secundaria de la Mariscal, el barrio bohemio de Quito.
Desde la ventana tiene una vista panorámica de la babel interminable que ahora luce límpida y solitaria. Ernesto, su cómplice genial, ya no está, fue devorado por el virus
Bajan tres gendarmes. Uno de ellos, regordete y mulato desenfunda una pistola automática, le grita: bájate del auto.
Axel conserva la calma, lanza una bocanada y apaga el cigarrillo en el cenicero del auto. Mantiene su voz relajada, imperturbable, sí oficial, ya bajo, no estoy armado.
Documentos, le increpa, un policía de tez cobriza, nariz chata y mirada decidida. Axel extrae de su billetera de cuero su cédula y licencia. Los gendarmes lo miran como si vieran a un bicho raro.
“Así que tu eres el grafiterito del triángulo, ya eres famoso chico”, le dice otro oficial de ojos achinados y nariz delgada. “Un vandalito más a cana”, le gorjea el policía mulato mientras cachea a Axel.
Al llegar al panóptico en el centro de la ciudad, hay un amasijo de ideas y sensaciones que recorren la mente de Axel: alboroto, adrenalina y desazón. Observa una torre de piedra de más de quince metros de altura desde la que se divisan todos los otros pabellones, desde allí dos policías armados de rifles observan despreocupadamente todos los pabellones. El grafitero recuerda a Foucault con su teoría del Estado panóptico, el detalle es que ahora está dentro de la obra arquitectónica que inspiró su teoría. En la oficina central del penal, adornada con insignias, blasones y medallas, un capitán de no más de treinta años, ojos castaños, y tono sobrio le dice algo inmutable: “hay varias denuncias por dañar la propiedad privada en tu contra. Será mejor que llames a algún familiar porque vas a necesitar un buen abogado.”
—Papá, me apresaron por pintar un grafiti. Estoy en el penal, estoy bien, no te asustes.
—Pero como es posible hijo, responde su padre con voz trémula, ya voy para allá. Tranquilo.
Devuelve el teléfono. El sonido metálico de las esposas que se cierran en sus muñecas resuena con un eco atronador e interminable, por un instante siente miedo. El capitán de policía ordena a los gendarmes quitarle los zapatos de cuero café, marca Lacoste. Mira a Axel y le dice: “mejor los dejas aquí, hasta que salgas, pónganle unas chanclas y ubíquenlo en el pabellón cuatro.”
Ingresa al corredor principal, el albur de un cataclismo humano le da la bienvenida. Diversas celdas, voces, gritos, sudores. Rostros acongojados, locuaces, lánguidos, tristes. Por un instante las pesadillas de las que tanto hablaba en sus poemas malditos adquieren una densidad insufrible, quiere llorar, respira.
Entra a una celda de cinco metros por cinco, hay cuatro presos más, lo miran con curiosidad, “qué hiciste pana”, le dice un tipo de pelo lacio y arete en la oreja izquierda. “No te pongas triste”, le dice otro de nariz aguileña y voz ronca, “aquí estarás a salvo, sólo consigue unas quesadillas”. Axel se anima a hablar, “no pude contenerme, tenía que hacerlo”.
—Qué hiciste, concha tu madre, le grita algo perturbado el tercer integrante de la celda, un pelirrojo con un tatuaje de una cobra en el brazo, no me digas que mataste a alguien
—No, pinté un grafiti.
—Un qué, preguntó, el cuarto integrante que llevaba una bufanda celeste y tenía una cicatriz en la mejilla.
—Un grafiti, una pintada en un muro, responde Axel
—Ah, respira aliviado el de cicatriz vertical, porque aquí no nos juntamos con asesinos.
El día se vuelve interminable entre diálogos anodinos y olores nauseabundos. No está acostumbrado a sentirse encerrado, la noche la pasa tiritando en el piso de baldosa, uno de los presos le prestó una cobija. Increíblemente tuvo un sueño con nubes, de diferentes formas y colores.
Al día siguiente lo llevan esposado a la oficina principal, camina por un corredor con una claraboya que deja filtrar esquirlas de luz solar. Encuentra a un hombre canoso, de mirada serena, impecablemente enternado, con una corbata celeste, es su padre que lo abraza, y le dice con voz templada, no te preocupes, te vamos a sacar se aquí.
—¿Qué pintaste?
—Cuando me suicido despierto en Quito
—Hermoso, aunque algo estúpido pintar a las 9 de la mañana.
—Ésto es impulso pa, sin esos lapsus no podría respirar.
—Bueno, hablé con Ramiro, el periodista al que le encantan tus grafitis. Me dijo que va a realizar una campaña en tu apoyo. Jorge, el abogado de la oficina, dice que es factible pedir un habeas corpus, no olvides que hay gente que te apoya. No estás solo.
Por un instante Axel quiere llorar, con voz entrecortada le dice a Ernesto, discúlpame pa, soy un cretino.
—Tranquilo loco, te traje un plumón, un par de mudadas, algo de atún y café. Ah y un libro de Saramago.
Ernesto coloca en el bolsillo trasero de su hijo doscientos dólares, en billetes de veinte.
Tres días después de noches gélidas y perturbadoras. Axel es llevado, nuevamente a la oficina principal, el capitán sin perder su tono inquisidor le dice: “al parecer hay gente que te apoya grafiterito. Para mí eres un vándalo más. Por ésta vez te vamos a dejar libre, no voy a abrirte ningún expediente y no quiero volverte a ver aquí más”. Axel, respira aliviado cuando escucha el sonido metálico de las esposas que dejan de sujetarlo.
El vibrato de los grilletes lo acompaña en muchas noches cuando termina despertando asustado y sudoroso. Dieciséis años después, el eco de las esposas que se cierran lo acompaña en su mente mientras el patrullero avanza por una ciudad sitiada por la pandemia. Desde la ventana tiene una vista panorámica de la babel interminable que ahora luce límpida y solitaria. Ernesto, su cómplice genial, ya no está, fue devorado por el virus. Y Axel sabe que está vez la ciudad ya no le pertenece, la fábula distópica continúa pero sin cómplice. Un oficial, se quita la mascarilla y enciende un Marlboro rojo, el patrullero se inunda de volutas grises. Axel tose.
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