
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
El correismo está terminando mal su gobierno: de bajada. Tan mal o peor que la economía de nuestro país. Esta debacle se manifiesta en demasiados campos, pero me llama la atención la manera cómo se evidencia en el clima de violencia y en las manifestaciones de corrupción vigentes.
Respecto del primer punto, descuella largamente el ejercicio de una violencia particularmente ácida, dirigida sobre todo a las mujeres y a los pueblos indios. Esta práctica emergió hace años, antes de que el régimen emitiera la ley de comunicación, y en su momento fue denunciada por el actual alcalde de Quito.
Una de las últimas manifestaciones de la violencia contra las mujeres, se escenificó por obra de un militante de Alianza País (AP). Cuando defendió su anhelo de que ciertos comportamientos se mantuvieran en la privacidad de las cuatro paredes expresó las visiones patriarcales de sus compañeros de partido, y su ignorancia sobre la conversión de lo privado en político y público, desde aquel mayo de 1968. Cuando no han podido preservar la reserva sobre actos similares, o no han podido silenciarlos, la opción de los AP ha sido tratar de diluir la violencia, y definirla como consecuencia de una culpa femenina: porque estaba sola, porque usó minifalda, porque estaba alegre, porque se enamoró del individuo equivocado. O por malcriada y porque no ejerció la sumisión. Aunque tampoco las sumisas han salido bien libradas.
En cuanto a los pueblos indios, la retahíla de ofensas es también interminable. Recuerdo aquella de los “ponchos dorados” y la de los “disfrazados de ancestrales”. A los agravios emitidos, el régimen correista ha sumado acciones, la última de ellas la toma de territorios de los pueblos shuar y achuar en las localidades de Nankintz y Panantza, en la provincia de Morona Santiago. Las operaciones, protagonizadas por elementos militares y policiales, han merecido el agradecimiento del gobierno chino. ¡Interesante, ¿no?!
El otro punto en el que sobresalen varios de los AP, es el de la corrupción. Se caracteriza por el uso y manejo de los recursos públicos, los nuestros, sin controles suficientes y eficientes: sin responsabilidad. Si no fuera por periodistas que investigan a pesar de todas las trabas y la opacidad del poder político, y si no existieran revistas y portales en línea, los ecuatorianos no sabríamos cómo nuestros recursos, nuestros dineros, nuestro patrimonio han sido apropiados y dilapidados por manos privadas. No conoceríamos cómo se han despilfarrado todos esos haberes o a dónde han sido desviados y por quiénes.
La calidad de la gestión correista en estas áreas lo acerca muy holgadamente a la del bucaramato de agosto de 1996 a febrero de 1997. Solo en aquel desgobierno los actos de violencia contra las mujeres y la corrupción se catapultaron con la fuerza que en el correismo. La gravedad de tales prácticas, en ambos regímenes, está reforzada por una característica que les es común: su incapacidad para reconocer y enfrentar los problemas del país y de los ciudadanos, y para distinguir qué es lo privado y lo particular, de lo que es lo público, lo que nos concierne a todos. Aderezados por su afición al show, a las operaciones de distracción y de propaganda, y a los eslóganes de fácil recordación.
Tal ineptitud resalta al contrastar las cifras millonarias que obtuvo el país y que administró el gobierno de la Revolución Ciudadana (RC), y los resultados de su conducción. Incluso la obra pública, la que “ya es una leyenda”, tan propagandeada durante una década, muestra cuánto de oropel tuvo y porqué es real hablar de un decenio perdido por el dispendio, la improvisación y las deficiencias de la gestión de gobierno.
A pesar de la distancia temporal y de otras diferencias, los paralelismos entre el correismo y el bucaramato se manifiestan por el empaque populista de ambos gobiernos; por la discrecionalidad, la arbitrariedad y la atención tan escrupulosa a aspectos de la realidad que no guardan relación con las preocupaciones que incumben a los gobernantes, a quienes dirigen un estado: a los estadistas. Y por su deleite frente a un micrófono, sea en una tarima o en una sabatina. La primacía del gobernante Bucaram, en enero de 1997, era ganar la presidencia del club de fútbol Barcelona, demostrar su habilidad para las cascaritas, grabar un disco compacto, comer guatita y bailar El rock de la cárcel. Muy en el estilo de las prioridades de la RC, como las de no fallar a los campeonatos mundiales del hornado y del encebollado, entre otras.
Un reciente artículo del The New York Times, al examinar algunos de los casos de corrupción descubiertos en el mundo, indica que la corrupción sistémica, cuando se instala, como parecería ser el caso ecuatoriano, “puede infectar rápidamente un sistema entero, alentando o forzando el mal comportamiento en funcionarios que, en otro contexto, seguirían siendo honestos”. La explicación añade que la difusión de los escándalos de corrupción, por la indignación popular que acarrea, cumple un papel preventivo, pues alienta a que los administradores se acostumbren a rendir cuentas y a responder por los atropellos a la sociedad y a los ciudadanos, otra forma de violencia, cuando incurrieran en ellos.
Luego del bucaramato, la irritación que generó conocer el modo como los dineros públicos fueron festinados, llevó a la creación de una comisión anticorrupción. La iniciativa no logró todo aquello que se propuso porque carecía de la fuerza institucional que demandaba semejante lucha para esclarecer y sancionar a los protagonistas de la corrupción denunciada. Una lección que dejó esta experiencia fue el imperativo de fortalecer las instituciones de control, crear un sistema de petición y rendición de cuentas social y dejar de perseguir a quien denuncia la corrupción. ¿A qué se comprometen los candidatos presidenciales y a legisladores que gobiernen luego del correismo?
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