
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Si la guerra –según la célebre frase de Carl von Clausewitz– es la continuación de la política por otros medios, habría que preguntarse a cuál etapa o nivel de confrontación corresponde la guerra de informes judiciales (judiciales, no jurídicos) en que se hallan empeñados las principales fuerzas políticas del país. ¿O es que esta disputa refleja únicamente el grado de descomposición al que ha llegado el sistema político ecuatoriano?
Porque las denuncias y acusaciones que mutuamente se hacen los principales involucrados más se parece a una reyerta de barrio que a una confrontación de propuestas sobre el futuro del país. Las vendettas personales reemplazan al debate público. Así, la acción política pierde forma, sentido y consistencia. Parafraseando a Zygmunt Bauman, podría decirse que se vuelve líquida; es decir, se acomoda a todas las circunstancias posibles, inclusive a las más indecentes.
Esto explicaría la enorme cantidad de incoherencias a las que hemos asistido en los últimos años: alianzas electorales absurdas, sucesión desvergonzada de camisetazos, candidatos con procesos judiciales pendientes, irrupción del crimen organizado en la política formal… Todo matizado con una pátina institucional que a duras penas se sostiene.
Ahora resulta que la política nacional se circunscribe a los resultados de una serie de investigaciones judiciales que involucran o salpican a varios personajes. Las propuestas políticas o los programas de gobierno quedan relegados frente a la relevancia mediática de los escándalos políticos (coincidentemente, todos marcados por una corrupción desenfrenada: gran padrino, INA papers, caso Gabela, mafia albanesa). Destapar información comprometedora, que pueda aniquilar política y judicialmente al adversario, se ha convertido en el eje de las intervenciones de las fuerzas políticas enfrentadas. A un informe se responde con otro de igual o mayor calibre.
Las denuncias y acusaciones que mutuamente se hacen los principales involucrados más se parece a una reyerta de barrio que a una confrontación de propuestas sobre el futuro del país. Las vendettas personales reemplazan al debate público.
En medio de estos bochinches, la ciudadanía, que con todo derecho exige el esclarecimiento de los casos de corrupción y la sanción a los y las responsables, se pregunta qué viene después. Es decir, para qué sirve esta batalla judicial. Porque reemplazar a unos corruptos por otros corruptos que seguramente vendrán después no resuelve los problemas del país.
Es cierto que el combate a la corrupción es una condición indispensable para impedir el robo o la dilapidación de los recursos públicos. Pero el debate de fondo debe enfocarse en el destino de esos recursos que eventualmente se preservarían. No es lo mismo disponer de un mayor erario nacional para pagar deuda externa que para incrementar el presupuesto de salud y educación.
Pero, al parecer, nuestros políticos criollos están más interesados en lanzarse informes judiciales como piedras.
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