
Durante la década de los años ochenta, el Ecuador estuvo atravesado por varios aspectos que se resumieron en las teorías de “la década perdida” y del “desencanto”. Esta crisis se agudizó políticamente, durante el gobierno de León Febres Cordero, estando marcada por las movilizaciones populares ante una economía en decadencia y la aparición de grupos subversivos alzados en armas, cuya consecuencia fue la vulneración de los derechos humanos: la represión generalizada, los encarcelamientos sin fórmulas de juicio, las desapaciones y los asesinatos.
La década de los noventa no fue muy diferente en lo económico, lo social y lo político. Tras haberse entrado en una etapa socialdemócrata de gobierno, que ofreció superar la crisis y dar mejor sentido a la democracia, los grupos subversivos de entonces, reducidos a cero frente al poder del Estado, entregaron la armas y firmaron la paz con el gobierno de Rodrigo Borja Cevallos.
Culturalmente, el Ecuador había perdido el espacio de la dignidad que representaban ciertos íconos literarios e intelectuales, pues estos se declararon “desencantados” del movimiento de izquierda tras la caído del mundo socialista que representaba la ex Unión Soviética y el muro de Berlín, mientras que EE.UU se alzaba como la única potencia mundial intentando imponer las teorías de “el fin de la historia”, “el pensamiento único” y la “confrontación de las civilizaciones”.
De esta historia de la represión, destacan dos jóvenes prominentes de la literatura ecuatoriana de los años 80: Marco Nuñez Duque y Gustavo Garzón Guzman, en quienes se representa la oscura etapa vivida por los ecuatorianos, no solamente en términos materiales, sino del espíritu mismo de la Patria, en cuyo seno se los ha ocultado.
No nos cabe duda entonces que a Marco Núñez, hallado muerto en las pútridas agua del rio Machángara en Quito (1988) y a Gustavo Garzón, inexplicablemente desaparecido en los predios de la urbe quiteña un 10 de noviembre de 1990, esta historia, la presente, la que debe despojarse de los prejuicios revolucionaristas, les debe el reconocimiento como escritores nacionales, tal cual lo han sido poetas de la talla de Roque Dalton en Nicaragua y Javier Heraud en el Perú, verdaderas insignias de las luchas de liberación de los pueblos de Indo América y de la locura de unas letras rejuvenecedoras.
Encarcelado a finales del año de 1989, Garzón fue liberado en octubre de 1990 y desaparecido el 10 de noviembre de ese mismo año, en el marco de la represión mencionada. Fue una de las mentes más lúcidos que produjera el Taller Literario que por ese entonces (1980) creara en la Casa de la Cultura Ecuatoriana el fallecido escritor Miguel Donoso Pareja , quien demostró al país que una labor de esta naturaleza genera nuevos aportes al imaginario cultural y que por tanto deja huellas imposibles de borrar.
Acusado de pertenecer a las Montoneras Patria Libre, grupo del cual dudó de alguno de sus miembros, pasó poco más de 360 días de cárcel en las mazmorras del Penal García Moreno. Luego de los cual fue sobreseído y puesto en libertad. Esta duraría unos cuantos días, pues las fuerzas de la represión de ese entonces nunca le dejarían en paz bajo su política de “seguimiento”.
No obstante, en su ser había crecido, más que un político, uno de los más grandes escritores que pudo haber producido el Ecuador de nuestros tiempos, justamente para darle un mejor espíritu, calidad para producir identidad, cariño a la Patria de la que tanto hablamos, juramos y perjuramos; progresión que se frustrara por lo antes dicho, pero que no se silencia, y es más, por el contrario, se manifiesta lúcidamente, luego de 25 años de su desaparición, como diciéndole a la sociedad entera: aquí estoy, más allá de la transparencia.
Fue entonces cuando su imagen se hizo cielo infinito y su nombre reposa en el dintel de los inmortales, frente a la necesidad de amor de su madre, doña Clorinda Guzmán de Garzón y sus hermanos, que tras 25 años de angustias aún reclaman, como lo harán por siempre, hasta cuando se sepa la verdad y se juzgue a los culpables, el cuerpo de su hijo, de su hermano, de nuestro amigo, de nuestro escritor.
Gustavo, un escritor cuya obra (y la de Marco Núnez) debe rastrearse en los colegios y en la universidades, como un acto permanente, no solo de reparación del olvido, sino como elemento de concreción de la identidad ecuatoriana que tanto buscamos, incluso más allá de la mediocre esfera pública, asombrada por el show y el espectáculo, cuando debería producir descolonización y recuperar identidad milenaria para saber estar siendo en la actualidad, que es lo que Gustavo proclamaba.
A 25 años de su desaparición hoy lo (los) recordamos y queremos compartir los siguientes versos:
Carne de mi alma.
Espacio de mis andares.
Infinita sombra de mis que haceres.
Te miro hijo mio en las calles,
en los restaurantes, en la universidades.
Todos se parecen a vos y ninguno es tanto en mi vacío.
Te acaricio en los libros que escribiste,
en los dinosaurios que trajiste a casa,
en los fósforos con que prendiste la cocina
en los días de nada en la alacena,
en la páginas que me quedan por vivir junto a tus hermanos.
A veces me despierto hijo mio y voy a tu cuarto,
a ver si has llegado.
Ayer creí que entrabas a saludarme
y esta tarde te esperaba, como quien espera al niño de sus sueños,
de sus amores.
Tus amigos han venido a verme;
me dicen que habrán palabras sobre vos
después de 25 años,
pero prefiero caminar hasta la plaza
a reclamar tu presencia en mi vida,
en mi casa.
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