
Ama quilla: no ser vago; ama llulla: no ser mentiroso; ama shua: no ser ladrón. Estos, los pilares de la ética quichua.
Según hemos podido comprobar en estos últimos días, Jaime Vargas, que ha acusado a los ministros de Lenín Moreno de incumplir el primer mandamiento, y se ha aliado con quienes durante diez años violaron el tercero, ha incumplido reiteradamente el segundo.
Ningún pueblo ni colectivo es moralmente superior a otro. Son los individuos quienes pueden ser morales o inmorales. La dirección racional de la conducta de acuerdo con unos principios morales —que es lo que se denomina ética— es privativa de ellos. Por esta razón, la pertenencia de Jaime Vargas al pueblo que elaboró estos principios y los convirtió en reglas de vida para sus miembros, no hace moral su inmoral comportamiento. Jaime Vargas —sus actos lo demuestran— es-un-men-ti-ro-so.
Los mentirosos, como los donjuanes profesionales, tienen su propio método, sus propias estrategias las cuales aplican deliberadamente de acuerdo con las circunstancias y las características del público al que se dirigen. Las estrategias de fabricación de la mentira son universales. Así que Vargas —achuar de la Amazonía ecuatoriana—, igual que los mentirosos de otras culturas, las usa todas: solas o combinadas. Él, como ellos, ha negado los hechos, los ha minimizado y deformado, los ha caricaturizado y ha destacado el detalle nimio para alterar el sentido del todo.
Las mentiras peores las ha dicho a propósito del secuestro de policías y periodistas en el Ágora de la Casa de la Cultura en Quito, y del corte de las operaciones de los campos petroleros de la Amazonía.
En el primer caso —el del secuestro—, negó que los policías y militares estuvieran secuestrados. Dijo, en cambio, que se encontraban ahí por voluntad propia: negación y deformación de los hechos. Cuando en la comisión de la Asamblea Nacional, creada para investigar los sucesos de octubre, le preguntaron sobre el secuestro, lo minimizó y caricaturizó. Con el agravante de que, para definir la situación de sus víctimas en el Ágora de la Casa de la Cultura, se atrevió a usar el sarcasmo. Es decir, la “Burla sangrienta, (la) ironía mordaz y cruel con que se ofende o maltrata a alguien”.
Los golpes, los insultos, la amenaza latente —si no explícita— de ser linchados, que sufrieron las víctimas no eran, para Vargas, más que muestras de la hospitalidad de los indígenas.
Los golpes, los insultos, la amenaza latente —si no explícita— de ser linchados, que sufrieron las víctimas no eran, para Vargas, más que muestras de la hospitalidad de los indígenas. De ahí que, durante el secuestro, ellas, en su opinión, se encontraran “mejor que en su propia casa”. Remató esta afirmación con una sonrisa. “¡Qué inteligente soy!”, habrá dicho para sus adentros, “¡qué gracioso!”, ignorando por conveniencia que las víctimas de su hospitalidad —a quienes él “revictimizó” con sus “ocurrencias”— han debido recibir ayuda psicológica para intentar superar los efectos del trauma sufrido.
Inquirido sobre sus afirmaciones —realizadas en la misma Casa de la Cultura— de que él había ordenado cerrar las llaves de todos los pozos petroleros de la Amazonía, Vargas se defendió diciendo que los pozos no se cerraban con llaves, sino con válvulas: destacar el detalle nimio para alterar el sentido del todo, o, simplemente, viveza criolla.
Pese a esto, y a las evidencias incontestables de su participación en el secuestro de los policías y periodistas, Vargas sigue libre, haciendo campaña política, sin que se sepa muy bien por qué la Fiscalía no ha presentado ya cargos en su contra. La CONAIE, por su parte, no le ha aplicado “justicia indígena” por mentiroso, como el furibundo Leonidas Iza amenazó hacerlo con el Vicepresidente de la República.
Después de diez años de “correísmo”, no es extraño que la política ecuatoriana se haya convertido en una zona franca para la mentira. Y a sostener la mentira han contribuido muchos intelectuales “progresistas”. Su silencio es una forma de cohonestar los delitos perpetrados por Jaime Vargas y otros dirigentes y miembros de la CONAIE, incluidos los abusos sexuales que se cometieron contra algunas policías secuestradas.
Muchas intelectuales anticapitalistas y antipatriarcales nada han dicho sobre esto. Tacharon de racistas y fascistas a quienes estuvieron en contra de la manera violenta en que se dieron las movilizaciones de octubre, pero han sido incapaces de elevar su queja por los daños que los captores de las policías irrogaron a su integridad sexual y psicológica.
Vargas se burla y hace escarnio de sus víctimas. Los legisladores correístas ríen. Y las intelectuales feministas-indigenistas-anticapitalistas callan. ¿Será porque, para ellas, el tener una determinada profesión hace del delito cometido contra la persona que lo desempeña un acto tan normal e intrascendente como el cotidiano “buenos días”? ¿O será que después de una vida dedicada a calificar a los policías de asesinos y verdugos del pueblo, les da vergüenza defender a unas mujeres que, sin dejar de serlo, han optado por unirse a las filas de sus enemigos naturales?
La doble moral es, también, una forma de mentira.
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