
“El ser humano es para el ser humano algo sagrado.” (Séneca)
El 2020 ha sido un año marcado por la incertidumbre. Nuestra relación totalmente enajenada con la naturaleza vulneró ecosistema de diferentes especies. Hemos creado un virus que nos ha superado científica, económica y culturalmente.
Recuerdos de Navidad. Olor a palo santo, estruendo de balines, silbadores que estallan a lo lejos. Ávidamente rompíamos paquetes de regalos que decoraban nuestro árbol navideño. La música de Los fronterizos con su misa criolla, el disco clásico que siempre ponían mis padres para celebrar esta fiesta, mientras armábamos rutas de trenes y probábamos ciruelas y nueces. Todo era surreal, la nochebuena alcanzaba niveles de ensueño, los abrazos de agradecimiento, la cena navideña y nuevamente regresar a probar baterías para trenes y empezar a construir casas con legos. Nunca existió opulencia pero la magia de esa noche no la olvidaremos; nos quedábamos jugando hasta la madrugada con los juguetes nuevos, y el corazón agitado y pletórico.
Cuarenta años después, alejado de mis padres y de mi hijo, en una ciudad extraña pero oceánica, intento sobrellevar uno de las coyunturas más dramáticas de la historia humana. Y me pregunto, ¿qué hemos aprendido? Porque pese a los dos millones de fallecidos en todo el mundo por COVID-19, el memento mori de la naturaleza no ha trascendido. La ansiedad descomunal por comprar mercancías continúa, la bacanal no puede detenerse, la desmesura y falta de serenidad se imponen. Basta ver las aglomeraciones en los centros comerciales de millones de personas para entender que no estamos a la altura del conflicto. Jean Baudrillard, definió a esta forma de gula mercantil como la búsqueda de la pequeña muerte.
Sin embargo, nuestra especie no siempre estuvo tan enajenada por el consumismo. En la época helénica, hace 2300 años, el estoicismo y epicureísmo tenían mucha influencia en el ritmo de vida de la civilización greco-romana. Ambas escuelas filosóficas, aunque diferentes respecto al principio del placer, coincidían en plantear la imperturbabilidad del alma a través de las pasiones innecesarias. Estoicos y epicúreos coincidían en la importancia de la serenidad como camino para alcanzar la plenitud espiritual, reaccionando con la misma tranquilidad frente a la victoria y ante la desventura. Encontrar el balance emocional para no enfermar.
Epicuro creía en un hedonismo inteligente, disfrutar la vida siguiendo tres máximas: no temerle a la muerte, ni a dios, ni al tiempo. Una ética del placer que desecha fardos morales y que busca sencillez y moderación para poder gozar nuestra existencia porque la fama y la riqueza podrían conducirnos al dolor. Una de sus máximas era alimentarnos de “deseos naturales y necesarios” que nos brinden salud.
Hoy vivimos dentro de un sistema que condiciona nuestra felicidad a la compra de mercancías. La mercancía tiene un valor simbólico extremo que nos aleja de la visión ataráxica de los helénicos. Sobrevivimos totalmente alejados del universo estoico y epicureano, entrampados en las millones de coartadas de la publicidad. Autómatas ciegos que incluso en época de pandemia no han hecho una pausa para replantear nuestra existencia como especie, el memento mori susurrado por la naturaleza, una y otra vez, no ha servido de nada. Tal vez sea una de las últimas advertencias de la pacha mama.
¿No es el momento de mutar como la hace el incansable coronavirus? Tal vez es el momento para aplicar la frase de Becquer: “la soledad es el imperio de la conciencia”. Vinimos solos, soñamos solos y nos iremos solos. Entonces por qué no alejarnos de multitudes, vitrinas y parafernalias creadas por el mercado. Nuestro mejor patrimonio, éste momento, es la consciencia y mientras más visión estoica o epicúrea tengamos, más posibilidades de sobrevivir a la COVID-19.
“Donde acaba la soledad empieza el mercado” decía Nietzsche, es real. Hoy el mercado y sus afluentes nos acercan a la autodestrucción, sin cambiar de hábitos de consumo condenaremos a nuestra especie a una progresiva extinción. Feliz Navidad.
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