Consultor de organismos internacionales en temas de fortalecimiento de capacidades, políticas públicas, procesos educativos y de gestión ambiental. Con estudios de filosofía y antropología y autor de publicaciones sobre temáticas ambientales.
“Todo lo grande se encuentra en la tormenta”
Martín Heidegger
"No hay solución simple y quizás nunca la haya", declaró, hace pocos días, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, en una conferencia de prensa en línea. No es fácil asimilar esta declaración cuando proviene de un organismo internacional que encarna los ideales modernos de la racionalidad occidental.
La visión de un futuro de progreso y las conquistas de la ciencia y de la tecnología nos tenían acostumbrados a buena parte de los seres humanos a algo que podríamos denominar “optimismo ontológico”, algo así como una plenitud posindustrial del mundo de las cosas. En tanto individuos podríamos atravesar una tragedia, una crisis de identidad, quizás un profundo malestar cultural, o una crítica profunda al orden imperante, pero no teníamos mayores dudas acerca de un despliegue hacia adelante, de progreso, de solución científica y tecnológica acerca de cómo funcionan las cosas, incluso a nuestro pesar. No así con la existencia individual. Un avance imparable de una racionalidad instrumental que no dejaba lugar al pesimismo, un pleno dominio de las preguntas sobre el cómo. Esto es, cómo funcionan las cosas y cómo las podemos aprovechar de una forma más eficiente, más pragmática. La razón, la ciencia y la tecnología en su avance imparable y dando respuestas efectivas al cómo. Ya lo anunciaba hace poco Yuval Noah Harari en Homo Deus: la siguiente conquista científica de la humanidad será la eternidad.
Pero, claro, si la pandemia nos tomaba en las décadas de los 70 o de los 80, habríamos vivido una cuarentena un tanto diferente. Sin internet, con enormes dificultades logísticas para solucionar múltiples problemas de la vida diaria, y, posiblemente, con períodos quizás mucho más largos para diseñar y validar vacunas efectivas. La habríamos vivido, la verdad sea dicha, como actualmente la están viviendo más de las dos terceras partes de la humanidad. No obstante, cabe reconocer que la ciencia y la tecnología han seguido su curso en los últimos cuarenta años y, con seguridad, esta deriva no se detendrá en los siguientes años.
Sin embargo, “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.
La pandemia es como una fuerza colosal que arroja al ser humano de cara a la incertidumbre y a miedos profundos acerca del sentido de la vida. La muerte acecha, siempre está ahí, pero es ahora cuando se ha presentado de forma cruenta, como una verdad irreductible. Como un viaje sin destino en el interior de la cuarentena, en el ojo del huracán.
Ulises ya no puede emprender su epopeya y retornar a Ítaca, a los brazos de Penélope. Penélope queda impedida de sus devaneos románticos y asume que su Ulises se mantenga en casa, pese al dolor del encierro. El Rey está en cuarentena.
En otras palabras, un cambio profundo está operando en el mundo entero, en la epopeya civilizatoria: los seres humanos nos vemos enfrentados a nuestra condición esencial, seres con una conciencia angustiada acerca de su propia muerte. Si antes nos sabíamos una especie elegida, portadora de la emancipación de toda atadura, de una capacidad de dominio y de poder sobre la naturaleza, hoy nos damos cuenta de nuestra vulnerabilidad. Un bicho microscópico ha paralizado el mundo construido por el ser humano, el resto del mundo ha seguido su curso, y, lo que es más significativo, el virus ha develado nuestra profunda indefensión frente a las fuerzas de la naturaleza.
Ulises ya no puede emprender su epopeya y retornar a Ítaca, a los brazos de Penélope. Penélope queda impedida de sus devaneos románticos y asume que su Ulises se mantenga en casa, pese al dolor del encierro. El Rey está en cuarentena.
Heidegger postula el retiro sistemático de la pregunta sobre el Ser, presente en los presocráticos; retiro operado por toda la metafísica occidental posterior, lo cual provoca el dominio del mundo de los entes con una consecuencia notable para toda la modernidad: la predominancia del conocimiento racional que parte de una separación tajante entre sujeto y objeto y, con esta predominancia, el triunfo de la ciencia y de la tecnología. Pero con el retiro del Ser se condena el hombre al nihilismo, a un nihilismo pesimista, a una existencia vaciada de sentido.
Como indica Michael Gillespie en su interpretación de las ideas políticas de Heidegger, incluyendo los coqueteos con el nazismo, el misterio de su pensamiento abre senderos tanto para el nihilismo como para el retorno del Ser.
Para Heidegger, tres modelos eran los dominantes en los años 30: el norteamericanismo, el marxismo y el nazismo. Todo ellos conducían al nihilismo, pues constituían caminos divergentes de un mismo propósito, el dominio productivo e industrial. Parecería que el pensamiento del filósofo se orientaba a la necesidad de volver a las preguntas básicas, superando esos tres modelos, y que esto solamente sería posible con el Dasein, el Ser Ahí, el Ser Humano, con conciencia de su situación existencial, que se asume en su condición de asombro frente al Ser y frente a la muerte.
“Todo lo grande se encuentra en la tormenta”, dirá Heidegger en el discurso de la toma de posesión como rector de la Universidad de Friburgo, en el período de entreguerras y cuando el nacional socialismo cobraba fuerza en Alemania. Parecería que Heidegger postulaba la preeminencia del Ser y de la existencia por encima de las esencias metafísicas, de los entes o de las cosas, precisamente cuando la humanidad se ve arrojada a la tragedia. Es ahí cuando regresa el asombro humano frente al Ser, cuando podemos hacernos las preguntas que se hacían los presocráticos acerca del qué, del sentido de la vida, y ya no tanto del cómo. Acaso la pandemia nos obligue como humanidad a mirarnos a la cara y a preguntarnos por el Ser. Si es así, el sufrimiento tendrá sentido.
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