
Nosotros, los sujetos, somos seres absolutamente inseguros. El temor no nace con nosotros, nos recibe, se halla oculto, bien disfrazado entre quienes nos dan la bienvenida al mundo y a la vida el momento de nuestro nacimiento. A cada niño se le ofrece un buen mundo para vivir.
Pero no tarda mucho para que aparezca la inseguridad. Sin embargo, la sociedad se encarga de poner en juego una serie de elementos destinados a paliar esta inseguridad para que no nos inunde y termine ahogándonos. Porque la vida exige una serie bastante grande de condiciones que deben funcionar día a día, minuto a minuto.
La angustia, incluso aquella angustia de la que hablaban los filósofos existencialistas, no es otra cosa que el enfrentamiento a ese temor a dejar de ser a causa de dos factores fundamentales: la ausencia de afecto y la carencia de bienes que aseguren la sobrevivencia.
Los afectos, las ternuras, los amores se construyen con las ternuras recibidas y dadas. La vida es el flujo perenne de ternuras y certezas dadas y recibid. Las esperas y las esperanzas de amar y de ser amados constituyen una suerte de fuente que provee de seguridad y de sentido a la vida. Las ternuras no son únicamente el alimento indispensable para vivir hoy sino aquello que convierte en válida la esperanza de existir mañana.
Durante muchos años, hacemos el camino de la existencia con la euforia de la juventud que se encarga de sembrar esperanzas y goces. Entonces, el futuro es una suerte de meta a la que nos apresuramos a llegar cada día, lo antes posible. Como el niño que quiere ser cada día más grande para ser como papá, o el muchacho que con ansias anhela inaugurar la juventud para sumergirse en el mundo de la libertad y la autonomía.
Entonces, no se deja de entonar el himno de la juventud, de una juventud que la sociedad contemporánea pretende que se prolongue por décadas incontables. Años de años en los que la sociedad, la cultura, los medios de comunicación social, el mercado de todos los bienes únicamente nos presentan el paraíso de las cosas, de los bienes, de la salud total, de las esperanzas ilimitadas.
La sociedad en sí misma, los poderes fácticos y políticos, los medios de comunicación, el sistema social, todos unidos se encargan de ofrecer la eterna juventud, un futuro en el que es posible vivir eternamente la felicidad de la salud en todas sus dimensiones.
Sin embargo, hay una institución que se encarga de recordarnos, aunque solo sea de vez en cuando, que para todos existen la enfermedad, la vejez y también la muerte. Realidades negadas por la fantasía de la eterna juventud. Se trata del IESS. Sus siglas hablan de la seguridad social y personal. Tras bastidores, el IESS nos dice que para todos hay un momento para la enfermedad y el dolor e incluso para la muerte. El IESS nos obliga a pensar en el futuro cercano y lejano.
Casi sin que nos demos cuenta, el IESS nos asegura el futuro que no siempre es de felicidad o, por lo menos, tranquilidad. Con los años, vienen las enfermedades, unas leves, otras graves. Con los años, disminuyen las certezas y aparecen las dudas. Con los años, la vejez exige un poco de toda de las fortalezas y certezas que derrochamos a manos llenas.
Con los años llega la jubilación. Quizás no todos piensan en los sentidos que implica el término jubilación: el júbilo, la alegría que brotan del hecho de abandonar varias responsabilidades familiares y sociales, el júbilo de ya no trabajar con la tenacidad de antes.
El júbilo de dejar de lado las grandes preocupaciones de la vida cotidiana. La alegría de saber que está asegurada una excelente atención en salud. La alegría de recibir mensualmente una pensión honorable y adecuada para vivir decentemente. Porque el IESS nos dice que valió la pena vivir y ahorrar, trabajar intensamente para luego descansar merecidamente.
El IESS nos asegura el júbilo de una vejez digna. Nos dice que también el Estado, es decir nosotros mismos, ha aportado una cantidad determinada para asegurar la calidad de todos los servicios. El Estado somos nosotros, no lo poderes políticos.
Sin embargo, algo grave acontece en este panorama. La supuesta seguridad e incluso bienaventuranza se están deshaciendo de manera acelerada. Algunos servicios de salud del IESS se han convertido en servicios de pésima calidad. Por ejemplo, el Andrade Marín, el gran hospital de Quito , vive una crisis que se agrava día a día.
A una mujer de la tercera edad que requiere de urgencia un examen de su corazón, se le dice que su turno para el electrocardiograma llegará luego de tres largos meses. Ella, obviamente reclama, la respuesta es atrozmente sencilla: señora, solo funciona uno de los cinco cardiógrafos del hospital. Confío que para entonces seguiré viviendo, responde la apesadumbrada señora que aportó al IESS durante más de treinta años. Los ejemplos se multiplican geométricamente.
¿Cuántos han pasado por la dirección del IESS en los últimos años? A su turno, cada director entró con grandes promesas de que de hoy en adelante habrá un IESS nuevo, ágil, servicial, incorrupto.
“Estos, Favio, ay dolor, que vez ahora, /campos de soledad, mustios collados, / fueron un tiempo Itálica famosa”
Es típico que en las crisis, los responsables se laven las manos. Muchos tienen las manos limpias, decía Camus, porque no tienen manos. La verdad de la realidad es siempre diferente a la verdad de los discursos del poder. Como la señora que esperará cuatro meses para su electrocardiograma, habrá miles de ciudadanos de la tercera edad que madrugan para una cita médica que no llega o que llega en pésimas condiciones.
De pronto, la tercera edad se vuelve incómoda. Incluso los dineros de la jubilación han sido colocados en las balanzas nada santas del poder.
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