
Abogada. Experta en derecho penitenciario y cuestión carcelaria. Activista por la erradicación de la tortura en cárceles. Directora de @Fundación_IR.
De los posibles orígenes de Chillogallo, me quedo con el tercero de la red, en que chillo es frío y huayllu es hondonada. Frío profundo, recóndito. Frío en las entrañas. Frío en y desde el útero. Maternidad helada. Maternidad encarc[h]elada.
En un centro de privación de libertad, en el sur de Quito, viven, no, residen 33 mujeres y 22 niños, y de entre ellas algunas están embarazadas. Amamantar, ama, mama, manta. Mamá en contexto de encierro. 33 mujeres exploran, no, [sobre]viven la maternidad entre un patio y una cancha y pabellones de una escuela abandonada.
Al lado izquierdo, un edificio dividido en habitaciones; en cada una al menos 12 madres y sus 12 o más hijos se adormecen y cenan y caen rendidos y si acaso sueñan entre las 17:00 y el amanecer, en que el encierro es impajaritable. Pájaros enjaulados. En el resto del espacio y tiempo pasan sus mañanas, amamantan y lactan, estudian, juegan, almuerzan, se [de]forman, lloran, se reinician, repasan las horas de la tarde cada tarde...
Fuera, entre el desayuno veloz, el bus escolar, los extracurriculares, los extracurriculares de los extracurriculares, el tráfico mordaz de las horas pico, la portabilidad laboral del wifi que nos enlaza e inunda el teléfono, el computador y el espacio personal, probablemente nos quedan dos horas de conexión profunda con nuestros hijos —desconexión ansiada—. Y la maternidad, esta de 120 minutos, a tientas y a control remoto, igualmente agota.
Dentro, ellas conviven el desayuno, son el bus, se encargan de las actividades extracurriculares, no tienen auto ni trabajo ni wifi ni teléfono ni computador ni espacio. Madres presas, presas de sus hijos y también lo contrario.
En un mundo en que vamos por libres como excusa y única posibilidad de no debernos a nada ni a nadie más que a nosotros mismos, mundo en que la palabra vínculo hace cortocircuito antes de tocar la punta de nuestra lengua y yemas, hay 33 mujeres y 22 niños que se a[r]man y desarman en clave de encierro: vínculo encarc[h]elado…
Privilegios de clase sin ninguna clase previa, llegamos al centro penitenciario el martes a las 08h30. Revisaron nuestros nombres y números de cédula en la lista de ingresos autorizados, revisaron uno a uno nuestros cuerpos. Revisaron las témperas y pinturas acrílicas, los pinceles y vasos plásticos, el rollo de papel toalla, las cartulinas, el papel periódico y la cinta adhesiva. Revisaron las cajas de jugo natural y las que llevaban panes rellenos de chocolate y manjar, los vasos desechables y las servilletas.
Sin inmutarse ni dejarse sorprender, revisaron la viola, el violín, el contrabajo, el piano y su pedal, el amplificador, las cajas de sonido, los pedestales para las cajas de amplificación, los cables, el asiento, el atril y las partituras. Música ocupa. Música irreverente. Música en espacios inusuales. Música para deconstruir.
En la mitad del patio de cemento, debajo de un cobertizo preciosamente improvisado con telas rosa colgadas paralelamente de un lado al otro, el escenario y los músicos: Gerson en la viola, Gabriela en el violín, Boris en el contrabajo y Tadeo en el piano. Detrás, pero siempre delante, Gabriela, Isabel e Isadora. Todos por la causa. Empatía en lágrimas de Corelli, de Mahler, de Piazzolla, Mozart y Mancero, procurando puentes entre la historia, el exterior, el interior y lo más profundo de cada uno. Música de tradición escrita, descrita por los oyentes silentes, en el inmenso poder del sonido que entra, copa, resuena en nuestros oídos y tímpanos hasta colarse, ondas eléctricas, en nuestro cerebro.
43 minutos metamorfoseando los dolores que nos constituyen. Dándoles la oportunidad de disfrazarse de belleza. En medio del concierto empezó a aflorar la calma, cuatro o cinco bebés cayeron dormidos al pecho, la ironía del “Queremos escuchar una salsa, un reggaetón, no esa huevada…” mudaba en el recuento de viajes personales, 2580 segundos de franca e improvisada huida.
Las dudas de Dora y Katharina desaparecieron también, para fundirse en el diálogo y los cuerpos musicalmente dispuestos. Katha fue alumna de Anna Tardos, hija de Emmi Pikler, teórica del desarrollo de las capacidades innatas de los niños, en detrimento de estimularlos, atiborrarlos de juguetes sofisticados o abrumarlos con recursos ajenos a su cuerpo y entorno. La crianza es un oficio en dupla, que no depende de las condiciones de espacio o tiempo, sino de la disposición a acompañar, atenuar todo viso de oscuridad y violencia: maternar, corazón sensu.
De esta visita, que fue un regalo para los que llegamos del exterior más que para los residentes, nace la ilusión de encuentros semanales, guiados por el equipo de La Casa Emmi Pikler, acompañados de impromptus periódicos de los InConcerto. Toda mi admiración para cada uno de ellos, miembros de redes que tejen. Gente atrapasueños.
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