
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Hay iniciativas jurídicas que resultan inútiles, porque parten de un mito. Por ejemplo, la muerte cruzada o la ley de inversiones. Se supone que la primera sirve para reemplazar a los actuales legisladores por unos más eficientes, como si a la vuelta de seis meses fuéramos a disponer de un ejército de ciudadanos ejemplares, probos, honestos y lúcidos de los cuales elegir a 137 nuevos representantes. Y, de paso, encontrar a un gran estadista que se haga cargo del nuevo gobierno.
La ley de inversiones también parte de hipótesis similares. Se supone que, una vez aprobada, el país se pondrá en manos de una clase empresarial imbuida por un encomiable espíritu de responsabilidad social y apego irrestricto a la ley, que hará de la economía un paraíso de equidad, inclusión social, solidaridad y progreso general. Más o menos como los calvinistas holandeses estudiados ampliamente por Max Weber.
Pero la descomposición de la Legislatura tiene su correlato en la sinuosidad de la clase empresarial. Así como la mayoría de los asambleístas no honran su función, los empresarios tampoco se someten a lo que pregonan. En la práctica, profesan un capitalismo de plastilina: lo moldean a su conveniencia. Por eso la ley de inversiones propuesta por el Gobierno genera tanta suspicacia; y por eso los argumentos de la derecha empresarial lucen tan poco creíbles.
Los apologistas del más crudo pragmatismo económico se rasgan las vestiduras frente al aparente anacronismo de ciertos sectores sociales, que se niegan a suscribir la apertura indiscriminada del país al capitalismo global.
Antecedentes no faltan. Se recopiláramos todas las leyes que han sido aprobadas, aplicadas y asumidas como un simple velo para disimular artimañas e irregularidades de toda laya, la lista sería interminable. La volubilidad y opacidad de los negocios es un hábito generalizado. Basta señalar la escandalosa morosidad tributaria para constatar la total informalidad en que se desenvuelve nuestro empresariado. No obstante, cada que entramos en crisis afloran una vez más las invocaciones a la renovación y a la responsabilidad
Pero la renovación y la responsabilidad siguen ancladas en el mito constituyente del Ecuador, por el simple hecho de que nunca hemos logrado ser una república moderna. Es decir, un Estado donde todos nos sometemos a las leyes y normas que nosotros mismos hemos construido. En 2006 se eligió a un joven presidente que supuestamente iba a cambiar la época, y terminó reproduciendo los peores vicios de la vieja política nacional. Ni siquiera asistimos a una época de cambios.
Hoy, los apologistas del más crudo pragmatismo económico se rasgan las vestiduras frente al aparente anacronismo de ciertos sectores sociales, que se niegan a suscribir la apertura indiscriminada del país al capitalismo global. Supuestamente, ingresar a la dinámica comercial internacional es un signo de renovación y de responsabilidad con el país.
Si al menos cumplieran con sus obligaciones tributarias habría cómo tomarles en serio.
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