
Profesor de FLACSO. Ha sido Director de la Sede Ecuador y Secretario General para América Latina de esa organización. Ex Secretario Nacional de Educación Superior. Investigador en temas de política y relaciones internacionales
Si hay una certeza compartida por todas las personas que han vivido en este mundo desde los inicios de la especie es la de que todos nos vamos a morir. Las vidas de los seres humanos son relámpago efímeros, transitorios en el vato tejido del tiempo y el espacio.
La tragedia de las personas frente a los otros seres vivos, se cree, es que el uso de la razón, la posesión de los instrumentos que permiten registrar los hechos y construyen la memoria, produce las imágenes que representan el conocimiento de lo existente y la conciencia de que la vida no es infinita. Antes de que los filósofos pre socráticos imaginaran de distintas formas la naturaleza del ser, el pensamiento mítico helénico se arraigaba firmemente en la idea de destino. Nuestros días están contados desde el nacimiento y una presencia terrible, una fuerza superior incluso a la de los dioses, que también tienen su destino marcado, sabe lo que cada uno de nosotros hará desde el nacimiento hasta la partida. El destino de cada uno es irrevocable y es el morir. La idea de fatalidad es la construcción primigenia del concepto de igualdad, pues todos terminaremos y aquello que la vida nos haya deparado es insignificante ante la inmensidad de la muerte.
Iván Castañeda ha muerto y con él la idea de que esa experiencia juvenil tenía vida eterna. El hilo de su vida fue cortado. El joven apasionado, el hombre profundamente bondadoso se ha ido, y nos deja el mensaje de que su destino, bueno, será el nuestro en algún momento inevitable
El mito griego, que es contado de diferentes formas y contenidos en diferentes épocas, imagina tres hilanderas, las Moiras, que producían la hebra de la vida, medían su largo y finalmente la cortaban. La palabra moira es sinónimo también de destino, y el de todos nosotros es, finalmente, el mismo.
Ha muerto mucha gente en el mundo, muchísima en relación a su población en el Ecuador. No todos por el Covid-19. Una de estas últimas personas fue Iván Castañeda cuyo destino ha sido, probablemente para muchos de quienes lo conocimos, el de representar aquello que fue nuestra juventud, una adolescencia especial en los años Setenta del Siglo XX, marcada por la prisa de cambiarlo todo y de buscar justicia.
Fuimos en ese entonces unos viejos muy sabios de 15, 16, 17 años, que creíamos tener la capacidad de transformar el mundo. Unos monjes fundamentalistas de nuestras prácticas y rituales. Cada sencillo acto cotidiano era un momento de trascendencia, cada broma una diatriba contra el orden establecido, cada gesto de ternura un acto de amor para la humanidad entera. Seres crédulos e ingenuos enredados en textos del siglo XIX, de difícil comprensión, a los que apelábamos en cada discusión como Moisés a las tablas de la ley.
Iván Castañeda ha muerto y con él la idea de que esa experiencia juvenil tenía vida eterna. El hilo de su vida fue cortado. El joven apasionado, el hombre profundamente bondadoso se ha ido, y nos deja el mensaje de que su destino, bueno, será el nuestro en algún momento inevitable.
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