Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Es cierto que la política no engrana muy bien con la ética pública, pero ese desencuentro debería tener ciertos límites. Hay hechos cuya desvergüenza no debería ser soslayada desde la manipulación jurídica o institucional, porque atentan contra el más elemental sentido de la decencia pública.
Los escándalos políticos que padece el país son inagotables, es cierto; pero hay algunos que desbordan la paciencia ciudadana, sobre todo porque podrían ahorrarnos el bochorno general. Por ejemplo, los casos del alcalde de Quito, Jorge Yunda, y del Defensor del Pueblo encarcelado, Freddy Carrión. Hasta la fecha, ambos funcionarios se mantienen en el limbo gracias a las argucias de sus abogados y a la ductilidad de nuestras leyes.
Por conductas menos desfachatadas, cualquier funcionario de una república medianamente democrática habría perdido su cargo. No solo eso: habría renunciado por vergüenza. No obstante, la cultura de la trapacería que se ha institucionalizado en nuestra política permite que dos personas totalmente descalificadas puedan atentar contra los derechos colectivos y de paso dinamitar las instituciones. Y no nos referimos únicamente a la Alcaldía de Quito o a la Defensoría del Pueblo, sino a la función judicial y a la Asamblea Nacional.
Una cosa es que la política sea descarnada, y otra muy diferente es que sea inmoral. El problema es que nuestros políticos criollos, haciendo una lectura distorsionada de Maquiavelo, sacrificaron por completo la ética.
Probablemente a algunos lectores les acometa un prurito ideológico por recurrir a ejemplos de las instituciones gringas, por aquello de que ese sistema funciona a partir de prerrogativas imperiales. Pero toca reconocer que en ese país la imagen pública tiene una incidencia política determinante. Andrew Cuomo, exalcalde de Nueva York, renunció a su cargo debido a las acusaciones de acoso sexual en su contra. Si consideramos que el alcalde de esa ciudad tiene infinitamente más poder que cualquier presidente de una república mediana, se puede dimensionar el peso político de las denuncias y de la investigación de una fiscalía independiente. Cuomo ni siquiera esperó a que la justicia concluyera con el proceso para tomar esa decisión.
Acá las cosas funcionan a la inversa. El todo-vale es un eficaz invento del populismo para contrarrestar las arbitrariedades y abusos de las viejas oligarquías. La superioridad de las reivindicaciones populares ha sido la justificación para relativizar las instituciones y pasarse por el forro las leyes. En la práctica, nuevas élites se han encaramado en la burocracia del Estado para convertir a la informalidad en práctica corriente. La consecuencia inevitable ha sido la corrupción generalizada del sistema político.
Pero una cosa es que la política sea descarnada, y otra muy diferente es que sea inmoral. El problema es que nuestros políticos criollos, haciendo una lectura distorsionada de Maquiavelo, sacrificaron por completo la ética. Esta terminó asociada con una forma bonachona, cándida e inocua de hacer política. “Esto no es misa”, claman cada vez que un líder llama a declinar los intereses individuales y, en muchos casos, espurios que se dirimen en la esfera pública.
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]
NUBE DE ETIQUETAS
- Arriba Ecuador
- Caso Metástasis
- Galápagos Life Fund
- No todo fue una quimera
- serie libertad de expresión
- serie mesas de diálogo
- Serie María Belén Bernal
- 40 años de democracia
- serie temas urgentes post pandemia
- coronavirus
- corrupción
- justicia
- derechos humanos
- Rafael Correa
- Lenin Moreno
- Correísmo
- Dólar
- Ecuador