
Director de Plan V, periodista de investigación, coautor del libro El Gran Hermano.
Tenía tinta en vez de sangre en las venas. El periódico era su amanecer y su anochecer, era su casa, su pasado, su presente, su vejez y fue su muerte. Jorge Vivanco Mendieta no dejó de escribir un solo día de su vida, en sus largos sesenta años de ejercicio periodístico. Salvo cuando la enfermedad se lo impedía. Pero este hombre, que respiraba política y periodismo, escribió y escribió el editorial del diario, su columna Barajando los días, y el Periscopio —la columna de chismes políticos— como si con eso le bastara para tener el oxígeno suficiente que le permitiría volver al día siguiente a sentarse en su escritorio, en su frugal oficina, para continuar mojando sus ideas en tinta, haciéndolas volar en la papel impreso.
Un dia, con más de ochenta años de edad, lo encontré dando vueltas en la terraza del diario. Varias vueltas, durante media hora. Luego de su operación al corazón el médico le había recetado ejercicio diario. Otro hubiera aprovechado la oportunidad de retirarse, de descansar al fin del ajetreo salvaje que es una sala de redacción. Pero él daba vueltas y vueltas en la terraza de Expreso, sudando, esmerándose por vivir un día más para seguir escribiendo.
Recuerdo de él, aún vívidamente, los aciagos días del caso Dahik. Un día, de 1995, el entonces vicepresidente de la República, había reunido a varios connotados editorialistas y editores de medios de comunicación. Les informó, off the record, como se dice, que era víctima de un chantaje político, pues los socialcristianos, a cambio de apoyar en el Congreso al gobierno de Durán Ballén, condicionaban a que se hicieran obras en los gobiernos locales donde mandaba el social cristianismo. Era un "contrato colectivo" socialcristiano, como fue bautizada esta operación política. Días más tarde, en su columna de opinión de Expreso, Jorge Vivanco revelaba esta conversación reservada con el vicepresidente. Su moral de ciudadano y su ética profesional le impedían —explicó a los lectores— guardarse esta información y lo obligaba a publicar la revelación de Dahik, que consideraba extremadamente grave para la moral pública.
Ese artículo fue el inicio de una tremenda crisis política que terminaría en juicio político y penal a Alberto Dahik, de la mano de los socialcristianos, quienes denunciaron, a su vez, el mal uso de fondos reservados de la Vicepresidencia. Dahik escapó a un orden de prisión y se fue en una avioneta a Costa Rica, donde permanecería hasta el perdón otorgado por Rafael Correa. Dahik siempre denunció persecución política por parte de León Febres Cordero como retaliación por sus denuncias. Entonces, también por entonces —pero no tanto como ahora—, la justicia estaba politizada y la política estaba judicializada.
Recuerdo que Vivanco Mendieta se enfrentó a todas las presiones. Fue obligado a declarar bajo juramento, momentos en los cuales muchos lo acompañamos a los salones de la Corte de Justicia. Se mantuvo en sus palabras y en su versión, la cual fue corroborada, finalmente, por quienes estuvieron en esa sesión o charla con Dahik.
Fue un ejemplo entonces, y lo sería siempre, de entereza e integridad profesional. Como lo fue durante los sucesos, también en Expreso, que derivaron de las denuncias de las empresas vinculadas al hermano del presidente Correa y los millonarios contratos. Luego de los reportajes del diario, que empezaron a publicarse el domingo 14 de junio del 2009, el aparato de propaganda del gobierno empezó a lanzarse contra el diario, sus editores y principales periodistas. Un equipo de un medio estatal (al cual no debiera llamar de periodistas) montó una celada para Jorge Vivanco. Le pidió una entrevista sobre el tema y él los recibió en el tercer piso del diario, una sala amplia y elegante donde se recibe con decoro a los visitantes del periódico. Y a los "periodistas" de ese medio, no se les ocurrió otra cosa que "denunciar" la lujosa oficina de Jorge Vivanco, entre otras sandeces que dijeron sobre él y el ejercicio de su oficio. El incidente está relatado en las páginas de El Gran Hermano, por si alguien lo quiere corroborar.
Jorge Vivanco aguantaba esas y otras miserias del poder. Son gajes del oficio, son tonterías, decía, no se preocupe. Esa forma de pensar y actuar en el periodismo, la de atribuir las persecuciones y broncas con el poder a simples tribulaciones de un oficio que exigía altas dosis de valentía y piel gruesa, nos ayudó a muchos a resistir y a superar los embates que vendrían. Gajes del oficio, de un oficio cuya condición natural era enfrentar a los poderes autoritarios y corruptos. Y por tanto, tenía sus costos y consecuencias y no había que llorar por ello sino enfrentarlo con la frente en alto. Y con una sonrisa en los labios, porque hacíamos lo que amábamos hacer, y por eso debíamos poner alegría en el esfuerzo y en los malos momentos. Porque para él, ante todo y sobre todo, estaba el respeto a sus lectores y a su profesión.
Jorge Vivanco vivió en un mundo radicalmente distinto al nuestro. Dictaba sus textos a su secretaria, ella los levantaba en la computadora, los imprimía y se los pasaba para que los leyera y los corrigiera. Eso proceso se repetía en cada momento. Fue parte de una generación heroica del periodismo que se la jugó por la democracia y su retorno, durante y después de la dictadura militar de los 70. De una generación de largas charlas con las fuentes, con los personajes del país y con los amigos. De especulaciones e intrigas políticas, del afinar el olfato sobre los acontecimientos y las secretas intenciones de los poderosos. Junto a Galo Martínez Merchán —otro octogenario ahora— el director y fundador de Expreso y Extra, acompañaron la política del país durante más de cuatro décadas, con una fe y una entrega solo comparables a las de un fanático del fútbol.
Me gratifica con la vida—y perdonen el tono personal— haber sido uno de sus pupilos, uno de sus amigos y uno de sus colegas. Aunque eso de colega era decir mucho ante tantos años de experiencia entre nosotros. Aprendimos de él sobre el oficio, pero sobre todo sobre lo humano. Un hombre de su tiempo y de su pueblo. Un hijo ilustre de esa Loja de la bohemia, del calor humano, de la familia y de la nostalgia. Un niño que a los cinco años de edad quedó en la orfandad de padre y madre y que vivió con ese gran vacío emocional que solo se llenó gracias al mundo del periodismo. Y que se hizo a sí mismo, con tenacidad, sostenido solamente por su intelecto y sus valores morales. Sí, valores, esa palabra que ya no se usa por estas épocas.
Fue una larga vida. Intensa, combativa, siempre en flor. Fue tío abuelo de mi madre y él lamentó su temprana muerte, dada su belleza física y espiritual. La llamaba "la divina Aída". Mis tíos mayores lo conocieron, respetaron, amaron y admiraron; compartieron con él muchas fiestas, reuniones, siempre con la picardía en los labios, con el chiste oportuno, con el goce de sentirse parte de una dinastía emocional que nunca abandonó.
Jorge Vivanco tuvo, además, un mérito adicional a su honradez, honestidad y profesionalismo. Fue un hombre sencillo, humilde. Después de cada medalla, de cada placa recordatoria, de cada mención de honor, volvió a sus papeles, a su escritorio y a su diario, que era su vida, a seguir escribiendo y meditando, en un eterno encuentro con la palabra y las noticias. Él sabía que este oficio es como el del hombre del mar: atado a los vientos, a las corrientes y a las mareas, y que para guiar sus pasos debía tener el timón en firme; y siempre, siempre con la mirada puesta en la Estrella Polar.
Adiós, querido y respetado viejo marinero.
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