
“Estos, Favio, ay dolor, que ves ahora, campos de soledad, mustios collados, fueron un tiempo Itálica famosa”. Ideas y sentimientos que surgen ante el espectáculo cantinflesco que con frecuencia ofrece nuestra Asamblea Nacional. Y pensar que allí se deberían crear leyes que mejoren las condiciones del país.
La Asamblea debería estar constituida por mujeres y hombres caracterizados por sus dones intelectuales, su formación política y social. No se trata de que todos sean superdotados ni de que posean todos los posgrados habidos y por haber. No se requiere de genios. Pero sí de mujeres y hombres probadamente honorables, preparados para ser asambleístas. Es decir, que conozcan bien las condiciones del país en sus facetas primordiales. Y que no vayan a la Asamblea casi a aprender a hablar y a pensar
Montecristi dio al traste, no solo con estas expectativas, sino con la perspectiva misma de lo que es un Congreso al que se redujo a una Asamblea despojada, no solo de historia, sino incluso de las cualidades que la tradición y las leyes hicieron del Congreso Nacional uno de los símbolos constitutivos del Estado.
De hecho, a Montecristi llegaron de los unos y los otros. Desde gente experimentada en la materia, profesionales de alcurnia, políticos renombrados, hasta una gran mayoría de improvisados que sabían tanto en qué consiste una constituyente como de física astral. Tan absurdamente mediocre fue la mayoría, que algunos connotados intelectuales y académicos y algunos con reconocida experiencia prefirieron retirarse. Se resistieron a ser parte de esa complicidad generalizada con la mediocridad y también incluso con la mala fe. Porque, sí, en aquella Constituyente de Montecristi también estuvo presente la mala fe.
Tan absurdamente mediocre fue la mayoría, que algunos connotados intelectuales y académicos y algunos con reconocida experiencia prefirieron retirarse. Se resistieron a ser parte de esa complicidad generalizada con la mediocridad y también incluso con la mala fe.
En ese entonces, Correa ya soñaba con la apropiación perenne del poder. Ya creía que se haría de la Presidencia una y otra vez, unas veces a través segundones y otras en persona. Por ello, en lugar de gente con calidad ética y conocimientos, a esa constituyente fueron sobre todo los adictos y sumisos a Correa, sus incondicionales y hasta sus lacayos. Los que, como su primer presidente, demostraron que en verdad querían redactar una nueva normativa para un país de un nuevo mundo, se dieron con la piedra en los dientes.
Esa Constituyente de la mediocridad y de la adicción acrítica a los deseos y mandatos de Correa se convirtió en el escenario en el que brillaron por su ausencia los saberes sobre política, los principios éticos e incluso estéticos de un país convertido apenas en un escenario para la delincuencia organizada surgida de un manejo político ciertamente infame.
Con las excepciones del caso, nuestra Asamblea sigue atrapada en el lodazal correísta. Para ser miembro no se requiere ninguna condición que simplemente la de ser elegido. No hace falta preparación alguna. Sobran los preparados, los críticos, los y analíticos. Allí redundan lo bueno y lo mejor. Sobran los académicos. Para no pocos, parecería que basta con ser mediocres, incluso con una mediocridad que roce los ámbitos de lo escandaloso y hasta de lo perverso.
Por supuesto, esta Asamblea se halla a mil leguas de constituir un parlamento producto de una democracia representativa. Correa se afanó en que desaparezca hasta la idea misma del antiguo Congreso Nacional para dar lugar a esta Asamblea en la que todo es posible, hasta ese semi analfabetismo del que hacen gala no pocos y del que se aprovechan los avivatos.
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