
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
Metafóricamente, el filósofo Jacques Rancière denomina “policía” a la negación de la igualdad, y política, a la reivindicación de aquella.
La Asamblea, con las dos resoluciones aprobadas -la de la condena a las marchas y la aplicación de la ley mordaza de comunicación a los asambleistas- se dejó invadir por la “policía”, o sea, por un orden que vulnera la igualdad.
Se supone que los asambleistas son iguales, esto es, que ostentan la calidad de representantes libremente electos por el pueblo. Establecer en la Asamblea dos categorías de representantes, los que gozan de “libertad”, y los que son objeto de sospecha, es abolir la igualdad de la representación.
¿A qué se debe semejante atropello?
Creo que una explicación viene por el lado de las marchas protagonizadas por ciudadanos que expresaron su voz y encontraron eco en la Asamblea. Puede decirse que las marchas devolvieron la palabra a los asambleistas de oposición; antes éstos apenas si tenían voz. Ello no fue tolerado por los asambleistas del gobierno que han confundido su función: dejaron de ser representantes, abdicaron de su palabra para hacer suya la de su tutor y guía.
Al respecto cobra verosimilitud la máxima de los teóricos del despotismo en China: “si haces que el príncipe te aprecie, tus consejos lúcidos serán acertados y gozarás, además, de su favor; en cambio, si te odia, tus consejos lúcidos no serán acertados, serás considerado criminal y apartado”.
No cabe duda que las dos resoluciones aprobadas por la mayoría de gobierno en la Asamblea se inscriben en la perspectiva del jefe de gobierno que, por cierto, está muy lejos de aplicar la lógica de la deliberación. En ésta, las palabras “pertenecen al marco de un debate contradictorio, logos contra logos”; en un régimen despótico, “la palabra nunca se desprende de su carácter privado”.
El dueño de la palabra es el dueño del poder. El dueño del poder, a su vez, es el dueño de la verdad.
A propósito de la relación entre verdad y política, la también filósofa Hannah Arendt, señala que nunca se llevaron bien. Menciona el caso de los tiranos con inclinaciones filosóficas que gracias al apoyo de una mayoría, deciden fundar alguna tiranía de la “verdad”. Ellos confunden verdad con opinión, sin entender que en cuestión de opiniones se requiere “acuerdo y consenso”.
Cuando el presidente Correa habla del diálogo, dice que éste debe hacerse con la verdad, sin darse cuenta que en política no es posible hablar de verdad sino de opinión. La suya no puede imponerse como si fuera verdad. Una cosa es la verdad filosófica, otra, la verdad política.
Pero más que el diálogo, al presidente le preocupa ahora su imagen; en el diálogo quiere fungir de filósofo y no de político. Como lo afirma Arendt, “los modos de pensamiento o de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son avasalladores de necesidad: no toman en cuenta las opiniones de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo pensamiento estrictamente político”.
Pretender convertir al diálogo en un campo de debate entre posiciones ideológicas polares es, sin duda, una artimaña política con la que el gobierno busca encarnar la “izquierda” y avasallar a la “derecha” endilgada al alcalde de Guayaquil. Reducir el escenario político a estas dos posiciones es incurrir en una simplificación que persigue debilitar a esa gran corriente ciudadana que exige rectificaciones puntuales al gobierno y que está compuesta por una gama de creencias ideológicas y políticas.
No cabe caer en esa trampa. No se trata de debatir si el país que queremos construir es de libre mercado o si seguimos embarcarnos en el desvencijado carro del estatismo. Más que de modelos económicos, ninguno de los cuales ha estado ni está libre de defectos y falencias, el debate gira en torno a la díada “libertad-autoridad” .
El politólogo Norberto Bobbio sostiene que tanto los movimientos revolucionarios como los contrarrevolucionarios, no obstante adherir a modelos económicos distintos, “tienen en común la convicción de que en última instancia, precisamente por la radicalidad del proyecto de transformación, esto no puede ser realizado si no es a través de la instauración de regímenes autoritarios”.
De ello el país tiene evidencias muy claras. La democracia que el país demanda está lejos tanto del autoritarismo de derecha como del autoritarismo de izquierda.
La derecha y la izquierda ya no se dividen solo en torno al ideal de la igualdad, sino al de la libertad. Construir una sociedad capaz de conciliar estos dos objetivos es el gran desafío no solo del Ecuador sino de América latina y del mundo.
Las utopías, dice Bobbio, son “verdaderas” en los discursos; cuando del reino de los discursos se pasa al de las cosas, dichas utopías se convierten en lo contrario. Ello, sin embargo, no les quita valor. “El comunismo ha fracasado. Pero el desafío que lanzó permanece”.
Los dos ideales, el liberal y el socialista son respetables, y quienes los profesan deben respetarse entre sí. Ni el uno ni el otro pueden ni deben imponerse con el sacrificio de uno de ellos. Lo cual no excluye su lucha continua, pero siempre librada en el marco de la democracia.
La lucha por la igualdad no se libra solo en el terreno económico; también acontece en el terreno político, en torno al acceso y posesión del poder. A lo largo de estos ocho años el poder ha sido objeto de una concentración que no tiene precedentes en la historia reciente del Ecuador.
Tan importante, entonces, como distribuir la riqueza es la distribución del poder. La democracia precisamente fue concebida para evitar y limitar la concentración del poder. Solo así es posible que la libertad no sucumba a la autoridad. Y que ciertos juicios y axiomas que no son “evidentes por sí mismos”, por más que se quiera darles la fuerza de una verdad matemática, necesitan del “acuerdo y el consenso” que solo puede ser producto de una discusión libre de tendencias coactivas.
Pensar en plural, según Arendt, basándose en Kant, es la única garantía “para la “corrección” de nuestro pensamiento”, dado el carácter “falible de la razón humana”. De ahí que poner trabas a la libre expresión del pensamiento afecte no solo a los asambleistas de oposición, sino incluso a quienes “aún en estado de ‘tutelaje’ son incapaces de usar sus mentes ‘sin la guía de alguien más’ ”. Así como condenar la expresión libre de los ciudadanos en las calles es pretender degradarlos a su condición de súbditos, “iguales (¿y contentos?) en la servidumbre común”.
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