
“Y en este punto pude atisbar el horror: no hay horror más profundo que tener la conciencia tranquila”, dice un personaje del último cuento del libro Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino del escritor mexicano Julián Herbert. Cuento que le da título y sentido a este libro que reúne diez historias donde la violencia, su máquina social de pesadillas, va exhibiendo gradualmente la salvaje condición humana.
El vértigo que se respira de historia a historia, me parece, no se desata tanto por los actos criminales que cometen muchos de los personajes de estos insólitos y siniestros cuentos, donde desfilan policías, burócratas, hijos de narcos, escritores, críticos de cine, zombis caníbales (¿hay de otro tipo?) y hasta un posible genio que encuentra una partitura musical grabada en su dentadura. Habría que especificar que la oscuridad que arremolina este libro se origina por el modo natural en que la violencia y la corrupción emergen. Como toman la batuta de cualquier vida para luego depositarla en otra parte. “Soy un verdadero empresario mexicano, y eso significa que estoy entrenado para permitir o realizar cualquier bajeza a cambio de dinero”. “Mientras nadie me mate, todo es mío”.
Es impecable el manejo de la estética y los comportamientos de algunos estratos que coloca el autor. La verosimilitud se compacta: se prende el foco social de un retrato, a ratos despiadado, a ratos jocoso, articulado a través de unos diálogos muy bien delineados. Ciertamente Julián Herbert sabe cómo detener el cuchillo y dónde soltar la bala. Cito lo que dice el hijo descarriado de un narco en el velorio de su padre:
“Los jotos de la funeraria no se atrevieron a hacerle daño: lo maquillaron muy apenas. Porta una barba negriblanca bien cortada, se le notan las patas de gallo y la nariz y la boca finitas y también la cicatriz de navaja que le cruza el ojo izquierdo. Está hermoso, mi viejo. Me dan ganas de matarlo. Me dan ganas de darle un beso en la boca.”
Sin esquivar todo ese tornado de violencia nacional que es, en su exceso, por qué no, el lado b de una ética gandhiana (asumo que si la ausencia de violencia produce un despertar, la sobreexposición a la misma puede causar otro), Herbert construye vínculos inesperados entre esos pintorescos mundos brutales y el arte, la literatura, el cine, los sueños, los fantasmas literarios, etc. En definitiva: la rápida cultura burguesa queda enredada en su propia trampa de satisfacciones, méritos y recompensas fáciles. Puede, entonces, un profesor de literatura terminar también como delincuente por su adicción a la piedra. Puede también un crítico de cine ser secuestrado por un narco para recibir lecciones sobre las películas de Tarantino, a quien ha mandado a cortar la cabeza. Nada es suficientemente chillón ni exagerado. La exageración es el codo con el que se mide la realidad, porque la realidad es una exaltación de nuestro propio egoísmo.
Lo que queda, después de “masacrar las capas de esa cebolla que es la experiencia humana”, es una bola paródica de nuestra realidad. Porque la realidad está sangrando y provocando convulsiones constantemente
El cuento Caries, dedicado a Valeria Luiselli, que es más bien un guiño a su novela La historia de mis dientes, trata de una partitura hallada en la rara dentadura blanca, y a la vez perfectamente podrida, de un artista conceptual mexicano. Una partitura que el artista, urdiendo un acucioso ejercicio de examinación a través del espejo, logra extraer, solo para luego descubrir que es idéntica a la de otro músico. Y ese posible plagio lo descoloca. Un relato dinámico, de carácter fragmentario y lúdico, que oculta en su hermética metáfora una carcajada sobre el arte conceptual y sus interlocutores. Por cierto, hace aquí una breve aparición Bobo Lafragua, personaje que aparece en la novela Canción de tumba del mismo autor.
En el cuento Ahí estábamos, dos escritores, Julián Herbert y Cristina Rivera Garza (asumo esto), después de un largo viaje en avión de México a Santiago de Chile, se instalan a conversar en el bar del hotel sobre los proyectos literarios en que ambos están inmersos, mientras el fantasma de Rulfo los observa.
El cuento Z es otro guiño, pero a la película Guerra Mundial Z, donde un hombre, aún a salvo en el interior de su departamento, sigue recibiendo terapia telefónica de su psicoanalista, convertido ahora en un caníbal lacaniano, que le insiste en que vaya a visitarlo en persona.
Y el cuento que da título al libro, que bien podría considerarse como una noveleta de 65 páginas, muestra a Rosendo y Gildardo, los dos sicarios encargados por Jacobo Montaña, líder del cártel de la Sierra Madre, de matar a Quentin Tarantino, entrando a los Estados Unidos en un Maverick 74 verde olivo. Lo primero que ambos harán será torturar y asesinar a un pizzero que cuenta una anécdota de más: el recurso de una historia contada dentro de otra que, expresada en cierto contexto, hace que todo termine mal. Aquí se transforma la narración en una suerte de remake de alguna estentórea secuencia de Pulp Fiction, intercalada con las conjeturas académicas que hace el crítico de cine, secuestrado por Jacobo Montaña, sobre el arte kitsch, la naturaleza shakesperiana de algunos personajes, el aporte todopoderoso de Harold Bloom, y lo que representa el trabajo del cineasta norteamericano. Un alucinante pastiche que roba y entrega por partes iguales a la literatura y al cine. Tanto dentro como fuera de su aparente naturaleza. Me refiero a que el monólogo final de Montaña, sobre cómo un chico de la clase media que estudió teatro en el D.F. termina convertido en el líder del cártel más poderoso de México, parece decirle al lector que Quentin Tarantino no ha hurtado únicamente el rostro del narcotraficante (ambos comparten los mismos rasgos faciales), sino que, quizás, también se ha adueñado de algunas de sus anécdotas violentas, las que parecen haber sido reasumidas y convertidas en materia afilada de sus filmes.
Finalmente lo que queda, después de “masacrar las capas de esa cebolla que es la experiencia humana”, es una bola paródica de nuestra realidad. Porque la realidad está sangrando y provocando convulsiones constantemente. Por eso, como dice el personaje de Julián Herbert, el horror más profundo es tener la conciencia tranquila en un sitio donde nadie debería tenerla.
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