Los ocho mil globos que dibujaron este domingo una frontera luminosa a lo largo de 15 km, nos recordaron vivamente lo que fue uno de los trayectos más infranqueables del mundo: un muro de 3,6 m de alto que, en algunos trechos, se bifurcaba en realidad en dos muros, en el medio de los cuales estaba la llamada “franja de la muerte”, en la que había cercas de alambre de púas y trampas de arena. Ese muro dividió Berlín y, en cierto sentido, el mundo entero, entre 1961 y 1989. Al menos 400 personas murieron en su intento de franquearlo para abandonar la Alemania socialista.
El muró cayó, tras un formidable movimiento popular de protestas, el 9 de noviembre de 1989. Para América Latina, sin embargo, ese noviembre fue un mes terrible. Los días que precedieron y siguieron a la caída del Muro de Berlín, hubo en nuestra región acontecimientos dramáticos, como se descubre en una investigación en los documentos y diarios de la época.
No puede negarse el interés con que se venía siguiendo el desarrollo de los hechos en Lituania, Polonia, Hungría y Alemania Oriental, que, en rápida sucesión y debido a la presión popular, iban transformando los antiguos regímenes comunistas en democracias multipartidistas. Pero en nuestro continente vivíamos guerras terribles en Centroamérica, un recrudecimiento de los atentados de Sendero Luminoso en el Perú, la continuada guerra de baja intensidad de Colombia, la presencia en el poder del dictador Pinochet ––aunque ya había sido derrotado en el plebiscito y se preparaban para el mes siguiente las primeras elecciones democráticas en 26 años––, la dictadura del general Manuel Antonio Noriega en Panamá, y serios problemas económicos y políticos en el Ecuador.
Era, lo sabíamos todos, un cambio histórico, el que sobrevenía uno tras otro a los satélites de la Unión Soviética, donde los gobiernos ––que se habían sostenido por la brutal represión interna, el chantaje y la amenaza permanente del ejército soviético de ocupación––, enfrentaban gigantescas manifestaciones callejeras y una deslegitimación total, vacíos como estaban de representación mientras sus dirigentes vivían llenos de privilegios, que la población conocía a pesar del secreto del que se rodeaban esos capitostes.
Hoy, 25 años después, es fácil creer que la democratización de los países del Este, la caída del muro (1989), la reunificación de Alemania (1990), y el desplome de la Unión Soviética (1991), fue una secuencia inevitable. Pero en noviembre de 1989 nada estaba escrito, y se discutía sobre los sucesos del día a día, su significado y lo que deparaba el futuro para el comunismo. “El marxismo no está muerto”, afirmaba, por ejemplo, el ex rector de la Universidad Central, economista José Moncada, en entrevista con Hoy el viernes 3 de noviembre, en respuesta a unas declaraciones que había hecho unos días antes el diputado de la derecha neoliberal Alberto Dahik.
Respecto de los sucesos de Alemania algunas mentes clarividentes reflexionaban ya sobre los negativos efectos que para América Latina iban a tener los sucesos de Europa. “La apertura de los países industrializados de Occidente a Europa Oriental perjudicará al Tercer Mundo y a América Latina en particular” decía Diego Cordovez, ministro de Relaciones Exteriores de Rodrigo Borja. Lo mismo expresaba Simón Espinosa Cordero en su columna semanal, en Hoy en la que se distanciaba del entusiasmo huero y, con la agudeza de siempre, hacía ver otras dimensiones del suceso: “Caído el fantasma del comunismo, los conflictos internos de América Latina vuelven a aparecer en su cruda realidad. Lo del Salvador y Nicaragua, por ejemplo, cesa de parecer un conflicto Este-Oeste para volver a ser lo que siempre fue: un conflicto entre los que tienen y los que no tienen… En este sentido, el esquema de izquierda, centro y derecha es obsoleto. Ahora el esquema es los de arriba y los de abajo”.
La clarividencia de Simón se confirmaba en los hechos: en esos mismos días recrudecía la ofensiva del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y combatía ya en las goteras de San Salvador. El jueves 16 de noviembre se reportaba de 600 muertos en intensos combates ya dentro de esa capital. Pero fue el 17 de noviembre en que los ecuatorianos nos conmovimos hondamente con la brutal noticia del asesinato en El Salvador de seis sacerdotes jesuitas y dos empleadas domésticas de la Universidad Centroamericana (UCA). A las cuatro de la madrugada, 30 hombres vestidos con uniformes del ejército los sacaron de sus habitaciones y los mataron en los jardines de la residencia de la universidad. Los asesinos dejaron señales falsas simulando que los crímenes habían sido cometidos por la guerrilla. La barbarie de este brutal asesinato causó una ola de indignación en el mundo, pero en especial al Ecuador, pues la mayoría de los mártires de la UCA habían estudiado en la Facultad de Filosofía San Gregorio de la PUCE y eran conocidos y apreciados por los jesuitas locales y por muchos círculos de laicos.
Para los militantes comunistas y para los pensadores marxistas había otra preocupación más inmediata, como expresaba Agustín Cueva en una entrevista al diario Hoy: “tengo temor de que algunos movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo dejen de seguir recibiendo el apoyo decidido de la URSS y esto sería muy grave porque estamos en una época de arremetida del imperialismo”.
No solo los “movimientos de liberación nacional” sino los partidos políticos que dependían de Moscú se quedaron sin apoyo económico y sin orientación hegemónica. Pronto habrían de desaparecer, convirtiéndose muchos de sus cuadros en militantes de otras causas, como el ecologismo, por ejemplo. Lo vimos en el Ecuador. Sin embargo, de alguna parte hoy ha renacido el Partido Comunista como pollito debajo de las alas de la gallina gubernamental, de la cual también dependen algunos de los antiguos militantes, aunque ya no pertenezcan formalmente al partido. Además, se conoce los intentos de fortalecer ese partido, con la denominación de Partido Comunista de la Nueva Época. A los 25 años de la caída del Muro de Berlín no sé si se trata de una broma.
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