Una vez más, se ha producido un feo incidente entre un muchacho y el presidente Correa. El chico realiza gestos vulgares al presidente mientras pasa frente a él con su comitiva. Como en otras oportunidades, el presidente detiene su auto y sale a increpar al ofensor. Acto suficiente para que se armen escándalos sociales, jurídicos y mediáticos. Todo esto absolutamente innecesario y supernumerario en la dinámica social, en la desigual relación entre el poder y los ciudadanos. Más aun cuando este ciudadano es un muchacho de 17 años.
El hecho puede leerse como irrespeto. Pero es necesario ubicarlo en otro lugar y valorarlo como lo que en realidad es: un acto puro, aislado, que proviene de un chico que va a las manifestaciones sociales por el uno de mayo a las que se llega con críticas al régimen, con voces altisonantes y poco benignas. Para este muchacho, verlo pasar junto a él, de manera automática se convierte en la oportunidad de expresarle sus enojos a través de un gesto ciertamente grotesco, inadecuado.
¿Valía la pena que el presidente detenga su auto y se apresure a increpar al ofensor? ¿Tendrá algún benéfico efecto en lo personal y social? Supongo que ningún para el muchacho que, seguramente, se habrá llevado el susto de su vida al verlo acercarse con cara de pocos amigos, al tenerlo frente a frente y no saber qué pensar ni qué decir. Seguro que su vida entera quedará marcada por este episodio que lo colocó al borde de sí mismo, al borde de los precipicios que se forman en momentos en los que alguien se enfrenta al poder en su realidad pura porque lo ha ofendido. La realidad pura del poder consiste en su capacidad de dar y administrar la muerte en su sentido lato.
Con el incidente y el castigo, ¿habrá este joven aprendido a respetar al otro, a esos otros múltiples como son las personas mayores, los que poseen algún nivel de autoridad, los maestros, los ancianos, los niños y niñas? Ceben las dudas porque ninguna buena pedagogía incluye la violencia.
En todo esto hay una especie de trampa lingüística: de hecho el muchacho habría sido maltratado por ciertas autoridades que lo habrían juzgado, sentenciado y castigado violentado procesos. Esos castigos nunca son pedagógicos pues saben a represalia.
Es preciso reconocer que no existiría verdadera oposición intergeneracional sin una buena dosis de irreverencia ante lo estatuido y ante el poder. ¿Integrará el muchacho esta anécdota como un serio llamado de atención a sus actitudes surgidas de una clara conciencia de las grandes diferencias que median entre el presidente de la república y un ciudadano común y corriente?
Porque es probable que por mucho tiempo este joven se diga: si fui capaz de ofender al presidente, ¿por qué no lo voy a hacer a cualquier otro, ahora y siempre? Como decían los antiguos filósofos, quien puede lo más puede lo menos. ¿Que el presidente se enojó? Sí, y qué. Lo que se persigue con esos gestos es justamente el enojo del otro: y yo lo conseguí.
La parte más importante del incidente quizás no estribe tanto en el gesto lanzado, como una pedrada, al rostro del presidente, sino en el hecho de qué tan herido se sintió el presidente que detuvo su comitiva para correr hacia el muchacho e increparlo. Lo recrimina: quizás pretende traerlo de regreso a la realidad de las diferencias sociales, actitudinales y lingüísticas que surgen del poder. No se trataría precisamente de una lección de respeto al otro como tal sino, sobre todo, a quienes ostentan poder.
Persiste la pregunta que la sociedad se hace sobre si esos gestos lanzados al presidente son tan importantes que justifiquen que él abandone su seguridad y se exponga inútilmente a actitudes impredecibles y absurdas de personas que no se hallan precisamente dispuestas a pensar sino a actuar. El poder posee sus lados buenos: otorga privilegios y ventajas. Pero también los otros que implican los rechazos directos e indirectos de los gobernados.
Este acontecimiento podría ubicarse en el campo de la actuación. Para el psicoanálisis, el concepto de actuación posee un especial valor pues da cuenta de ciertos acontecimientos que se marginan del orden simbólico y de los límites de la palabra. Somos víctimas de las actuaciones justamente cuando se debilitan los referentes lingüísticos que nos protegen. Al final, todo es asunto del lenguaje: se actúa para no hablar o por no poder hacerlo.
Vulgarmente se habla de ofuscamiento. Pero esa no es una buena explicación para entender las actuaciones en las que el sujeto cae presa de sí mismo marginándose de algunos de los límites que marcan las relaciones con los otros y que actúan conforme a ciertas normas sociales.
No siempre es fácil aceptar un principio abismalmente sencillo: los límites de mi libertad están marcados por los límites de la libertad del otro: tu libertad llega hasta ese punto simbólico y real en el que comienza la mía.
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