
En Vigilar y castigar, Michel Foucault presenta la evolución que ha tenido la cárcel desde el siglo XV europeo. Su origen primero tiene que ver no precisamente con la justicia sino con la venganza personal y social. El principio talmúdico de diente por diente ojo por ojo, gobierna la relación entre el crimen y el castigo. El asesino debe pagar con su vida y al ladrón se le debe cortar la mano, no solo para que no vuelva a robar sino fundamentalmente para que todo el mundo sepa que ese manco es un ladrón del que es preciso cuidarse.
Las culturas y las naciones evolucionaron. La cárcel se transforma. Deja de ser el lugar para la venganza jurídica del poder ni de la ira ciudadana, sino que se funciona como un elemento más de lo que es un nuevo Derecho penal destinado a precautelar a todos los ciudadanos por, igual y a castigarlos de conformidad a derecho y no de acuerdo a los principios del poder ni de las exigencias de la vendetta social.
Más aun, la cárcel ya no constituye únicamente el centro para vigilar y castigar, como fuera siempre. En efecto, se crea un nuevo organizador: la rehabilitación del encarcelado. Su estadía en prisión no solo debe servir como castigo sino también para que el reo pueda redimirse de su culpa y convertirse en un ciudadano honorable.
Sin embargo, y por desgracia, en nuestras cárceles, no solo que siguen imperando los principios de vigilar y castigar, sino que las condiciones físicas se han deteriorado tanto que ha sido arrancado de raíz el tema de la posible rehabilitación. Una renuncia nada gratuita pues responde a las condiciones físicas y administrativas que las caracterizan.
Desde luego que la cárcel no puede perder su misión de castigar. Pero tampoco puede convertirse en un lugar extraordinario para juntar a delincuentes enemigos entre sí que aprovechan esa magnífica circunstancia para hacer lo que no pudieron en las calles: aplicar su propia ley y justificarse a sí mismos con el asesinato de enemigos y rivales.
Desde luego que la cárcel no puede perder su misión de castigar. Pero tampoco puede convertirse en un lugar extraordinario para juntar a delincuentes enemigos entre sí que aprovechan esa magnífica circunstancia para hacer lo que no pudieron en las calles: aplicar su propia ley y justificarse a sí mismos con el asesinato de enemigos y rivales.
El país, no solo que se ha escandalizado sino que se ha horrorizado con lo que acontece en esas grandes cárceles, la del milenio, en las que se aplica la justicia a raja tabla aplicando principios y normas que rigen en el bajo mundo social. Muerte con muerte. Y así subsiste la institución carcelaria en las que se amontonan los delincuentes, como mercancía social de desecho.
El encargado de las cárceles del país pensó que llenándolos de psicólogos, esos centros penitenciarios dejarían de ser los representantes de la ignominia y se convertirían en auténticos centros de rehabilitación.
Iluso. Como si los psicólogos poseyesen varitas mágicas con las que cambiar la esencia misma de nuestras cárceles que se caracterizan por poseer, entre sus bienes sagrados, el hacinamiento inhumano y la convivencia de sujetos clara e irreparablemente comprometidos con las prácticas del mal. Como si la perversión social y personal fuese una enfermedad y no una subcultura sostenida en principios, normas, fidelidades, premios y castigos, entre los que el asesinato ocupa un lugar de privilegio.
Es como si el Estado se encargase de realizar el trabajo que no puede hacerse en la calle: reunir los designados al mal para que, en la oscuridad y a plena luz perversas de la cárcel se cobren cuentas los unos y los otros, dicten sentencia y se aplique la pena de muerte con celeridad y eficacia deslumbrantes.
Vigilar y castigar: ha dejado de ser tarea de alcaides y ministros, y se ha convertido en el oficio de los presos que, con los suyos, aplican su ley sin miramiento alguno, a plena luz del día y bajo la mirada cómplice de quienes están a cargo de la administración de estas cárceles. Si no fuese así, se realizarían las requisas pertinentes y no ingresarían las armas camufladas en cuerpo de los visitantes, en particular de mujeres.
Aquellos a quienes se les designa la administración de nuestras cárceles ¿tendrán la suficiente capacitación académica y social? Parecería que no. Posiblemente, deberían dar un paso al costado para que el gobierno nombre para esas funciones a personal realmente capacitado y que, de manera particular, se deje asesorar por un equipo de profesionales.
La tarea más compleja consistiría, pues, en humanizar las cárceles. Es decir, construir nuevas posiciones teóricas e ideológicas sobre el crimen y el criminal. Y, segundo. Armas equipos de profesionales especializado en estos temas. Aceptar que la cárcel no es un centro de rehabilitación por decreto sino porque se halla constituida para serlo.
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