
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Las vacunas para el coronavirus serían el nuevo mecanismo global de desigualdad y exclusión. Lo acaba de insinuar el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en unas declaraciones alarmantes. El funcionario hace público un dato que provoca escalofríos: de los 39 millones de vacunas distribuidas a nivel planetario hasta el pasado 19 de enero, únicamente 25 llegaron a un país pobre. ¡Veinticinco! Además, advierte de la injusticia que significa que personas jóvenes de naciones ricas accedan a la vacuna, mientras los grupos vulnerables de los países pobres siguen en espera. Estamos al borde de un fracaso moral catastrófico, concluye.
En realidad, esta situación no tendría por qué sorprendernos. Históricamente, la industria farmacéutica estuvo concebida y desarrollada desde los centros mundiales de poder tecnológico y financiero. La producción de medicamentos no solo es un gigantesco negocio; también es una estrategia de control geopolítico.
En esta lógica, el acceso a medicamentos consagra unas diferencias vergonzosas entre países ricos y países pobres. El negocio farmacéutico se concentra en aquellos lugares donde los niveles de vida de la población permiten un consumo más intensivo de fármacos. Mientras tanto, los países pobres solo representan una porción marginal del mercado. El derecho a la salud queda subordinado a los intereses económicos de las grandes corporaciones farmacéuticas (el big-pharma, como lo denominan los gringos).
Las declaraciones de Andrés Arauz, a propósito de la supuesta disponibilidad de millones de vacunas para el Ecuador, pecan, más que de una vulgar demagogia, de un profundo desconocimiento de la realidad. El candidato correísta no entiende cómo opera el mundo de los medicamentos.
Basta revisar los balances de los principales laboratorios para quedarse con la boca abierta. Pfizer, la estrella del momento por su vacuna contra el Covid-19, puede facturar en un año del equivalente al PIB de países de ingresos medios como el Ecuador. En 2014 facturó la bicoca de 14.000 millones de dólares por la venta de un solo producto para tratar el colesterol (el Lipitor). Y hoy no se sabe cuántas ganancias generará por la venta de vacunas.
El problema, sin embargo, va más allá de la inmoralidad que subyace al negocio de las vacunas, tal como lo ha señalado el director de la OMS. Lo que está en juego es una selección programada de la población mundial, ya no desde la economía ni desde la cultura, sino desde la biología (la genopolítica, es decir, el control de la vida desde los genes). En la práctica, la distribución desigual de vacunas terminará por desechar a millones de seres humanos. No hablamos, entonces, de un tema científico o tecnológico, sino de política global.
En ese sentido, las declaraciones de Andrés Arauz, a propósito de la supuesta disponibilidad de millones de vacunas para el Ecuador, pecan, más que de una vulgar demagogia, de un profundo desconocimiento de la realidad. El candidato correísta no entiende cómo opera el mundo de los medicamentos. La voluntad y las buenas intenciones sobran en un terreno donde los intereses políticos, financieros y tecnológicos se yuxtaponen. Se trata de las grandes ligas, donde un país pequeño como el nuestro no tiene mayores posibilidades de incidencia ni de presión.
No es casual que el gobierno celebre con bombos y platillos la llegada del 0,5 por ciento de las dosis que, según estimaciones oficiales, necesitamos para paliar la pandemia. Como buenos pobres, nos alegramos con una migaja.
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