
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Según ciertas perspectivas sobre la democracia, Ecuador estaría viviendo un retroceso en su vida democrática. Según otras, más bien la estaría expandiendo, y desde hace rato. ¿Alguna de estas miradas es incorrecta? No. Ellas muestran enfoques diferentes, incluso complementarios, pues nos ayudan a entender la complejidad de este régimen político y de gobierno y a reconocer lo positivo que tenemos a nuestra disposición.
La primera visión apunta a la vigencia de la institucionalidad democrática: independencia de los poderes del estado, separación entre estado y gobierno, leyes dictadas sin intencionalidad, con predominio de lo general y una aplicación de la norma, ajena a toda discrecionalidad, entre otras características. Si evaluamos su presencia, el debilitamiento de la democracia sería uno de sus corolarios. Otra sería la conclusión si lo que valoramos son los mecanismos de participación ciudadana, en especial aquellos que no gozan de muchas simpatías.
Ecuador es un país pleno de demostraciones de las denominadas “formas no institucionales de participación ciudadana”. Estas incluyen la acción de los movimientos sociales y ciertos estallidos ciudadanos, considerados negativos por gobiernos de todos los signos ideológicos, pues afectan su gobernabilidad y autoridad. Incluso su legitimidad.
Ejemplos históricos de estas expresiones son los movimientos ciudadanos y sociales que depusieron a tres presidentes electos constitucionalmente: Abdalá Bucaram en 1997; Jamil Mahuad en 2000, y Lucio Gutiérrez en 2005. En cada caso, los ciudadanos reclamaron la salida de los mandatarios por considerar que no habían respondido a sus compromisos o que los habían traicionado. Esos presidentes, desde las nociones del sentido común imperantes en cada coyuntura, habían perdido la confianza de los gobernados.
Y lo interesante es que tales acontecimientos, si bien significaron la realización de acciones de debilitamiento de las prácticas institucionalizadas de la democracia, representaron también, de modo paradójico, una ampliación de ella. Porque favorecieron la manifestación de más y distintos actores sociales y con ello extendieron y profundizaron derechos ciudadanos. Según este segundo enfoque, los tres enfrentamientos amplificaron la voz del soberano, y los mandantes se expresaron en su diversidad y sin restricciones. Claro, los resultados fueron registrados como acciones desestabilizadoras de varias instituciones de la democracia. Pero el caso es que esas crisis institucionales de la democracia no tuvieron un matiz antidemocrático. Al contrario, contuvieron demandas por mayor democracia, una de ellas la de emplazar a los gobernantes a que rindan cuentas ante sus mandantes, pues es a los ciudadanos a quienes se deben y por ellos están en esas funciones.
Cada uno de esos contenciosos, en este sentido, fue un llamado a la humildad de los presidentes, a aceptar que cada ciudadano, como integrante del “pueblo-juez”, tiene derecho a declarar su desconfianza y a mirar a los mandatarios como iguales, no como parte de un “nivel jerárquico superior”. Fueron, por ello, hechos que ejemplifican lo que se conoce como la “contrademocracia”, un concepto que no significa estar contra la democracia, sino buscar un modo distinto de ejercerla, más cercano y centrado en los ciudadanos llanos, comunes, que en los gobernantes transitorios.
Las expresiones contrademocráticas no son, en modo alguno, monopolio de ninguna sociedad. Muestras de ellas fueron el movimiento de los indignados, las de ocupación de Wall Street y ciertamente, las de la primavera árabe. Las dinámicas colectivas de los estudiantes en Hong Kong se inscriben en ellas.
Si bien su relevancia radica en su diversidad, su debilidad se traduce en su espontaneidad y en su débil o nula organización inicial. Muchos de quienes participan en acciones colectivas de este tipo, luego de protagonizar las protestas regresan a sus ocupaciones habituales. Su aparición es episódica.
Los hechos mencionados podrían significar que el desafío es lograr un equilibrio entre una presencia ciudadana activa y cierta institucionalización de esta práctica. Pero no al estilo de la supuesta quinta función, sino mediante un diseño institucional que, según los casos, sería hasta vinculante. Indudablemente complejo, pero no imposible.
Hasta cuando aquella arquitectura se desarrolle y consolide, las expresiones de la contrademocracia tendrán que ser las tradicionales: el paro, la huelga, la protesta, la resistencia. Acciones como las del 17-S y la convocada para el 19 de noviembre.
Es de esperar, entonces, que quienes ensalzaron los mecanismos de democracia directa incorporados en la Constitución habilitada por votación ciudadana en 2008 no se dediquen a socavarla, obstruirla o castigar a quienes se pronuncien a favor de tal movilización. Porque la marcha prevista para el 19-N, como una conmemoración del 15 de Noviembre, será una afirmación del derecho ciudadano a controlar a los titulares del gobierno, y un nuevo ejercicio de su condición de pueblo juez.
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