
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
La comunicación política estuvo ausente en las recientes elecciones seccionales del Ecuador, con excepciones, por cierto. Hubo poca interacción de los aspirantes a los cargos de votación popular con los ciudadanos electores, limitado debate entre los candidatos a las diversas dignidades y un personalismo bañado por el narcisismo. En su lugar proliferaron las encuestas, convertidas en dispositivos de desinformación e incluso de manipulación electoral, al menos las que fueron divulgadas para pronosticar cifras que resultaron falsas o equivocadas.
Las encuestas, pomposamente autonombradas como investigaciones de la opinión pública, no pudieron evaluar las corrientes de opinión pública que estaban recorriendo la esfera pública política. Ni siquiera atinaron a ser la “foto de la realidad en un momento dado” como arguyen los propietarios de las empresas encuestadoras. Este trabajo de supuesta indagación es equiparable a que hubieran colocado una cámara enfocada en un punto fijo, a que no buscaran composiciones más panorámicas o se circunscribieran a captar selfis de quienes les contrataron: sus clientes en busca de votos. Por esto ninguno de los sondeos difundidos acertó en sus vaticinios.
En lo que si posiblemente avanzaron fue en seguir encareciendo las campañas electorales, que idolatran las encuestas y se guían con fe por los números que arrojan. Lo digo al tenor de una información de El Telégrafo de inicios de marzo de 2019, que informa los costos que esas empresas establecen: entre 9 y 12 dólares por cada persona encuestada. Si la muestra requerida fuera de 500 entrevistados, el monto oscilaría entre los 4.500 y los 6 mil dólares por encuesta. ¡¿Una poquedad?!
A la imprecisión en los resultados difundidos por las encuestadoras, sea por su incapacidad de diseñar una muestra representativa o un cuestionario apropiado, se unió una publicidad electoral que se convirtió en un desecho, pues 10 o 15 minutos de escuchar los mismos spots en varias radios hartaron a las pocas horas a los destinatarios de estas propaganda. Y qué decir de los miles de afiches y banderolas colgados sin compasión de los postes, sin que nadie se animara ni a mirarlos.
A la imprecisión en los resultados difundidos por las encuestadoras, sea por su incapacidad de diseñar una muestra representativa o un cuestionario apropiado, se unió una publicidad electoral que se convirtió en un desecho.
Forma parte de esta ausencia de comunicación política en varias candidaturas, la presencia de troll centers destinados a denigrar a los contendores; fueron otros promotores de desinformación e instrumentalización de la decisión popular.
A lo anterior destaco la dificultad de la mayoría de candidatos por informar a los posibles electores de aquello que se proponían hacer si llegaban a ser escogidos en los comicios. Muchos se contentaron con repetir fórmulas y hasta se olvidaron de comunicar quiénes integraban sus equipos de concejales y de consejeros. Esta despreocupación por asegurar que sus simpatizantes voten por sus listas bien podría explicar la inconsistencia entre los porcentajes de votación logrados por algunos candidatos, y los alcanzados por los integrantes de sus listas. Con egocentrismo y miopía ignoraron que un alcalde o prefecto requiere de un equipo de concejales y de consejeros que lo apoye, y le permita ejecutar su propuesta con relativa facilidad.
Todo lo anterior descubre las limitaciones de las estrategias de mercadotecnia electoral, definidas con audacia como consultorías de comunicación política. La publicidad es necesaria pero no puede ser confundida con la comunicación. Esta no es la primera ocasión que las prácticas de propaganda comicial demuestran sus flaquezas. Pero el tradicionalismo de los actores políticos no les permita innovar ni reconocer el dinamismo que las realidades de creciente complejidad les desafían. Prima su conservadurismo, con independencia de que se digan de derecha, de izquierda o de centro. O de sus edades y ocupaciones. La mayoría fueron reacios a renovar sus campañas. Por eso el distanciamiento entre los sufragantes y los candidatos electos. En todo Ecuador demasiados dignatarios seccionales llegaron con el apoyo de entre un quinto y un cuarto del electorado. Otros, incluso con menos. En Quito, una ciudad con cerca de 3 millones de habitantes, el alcalde designado apenas contabiliza 270 mil papeletas a su favor.
Ojalá los resultados desfavorables les sensibilicen y les convoquen a la reflexión: las mayoría de los votantes no les apoyaron. Y se pregunten si ello fue fruto de su arrogancia, de su tendencia al ninguneo y de su ineptitud para sentirse pares de los ciudadanos. Porque si fueron tan reticentes a dialogar en sus campañas qué podemos esperar de ellos como autoridades ungidas.
La crisis de la política y el incremento de la desconfianza pública se nutren de espejismos como el de creer a pie juntillas en las encuestas y en pretender desarrollar la actividad política y la conversación con los ciudadanos a través de Twitter, por Facebook o por Instagram; a lo sumo por medio de caminatas y subidas a una tarima, con cero diálogo, carencia de capacidad de escucha, ningún interés por empatizar con los ciudadanos. Estas prácticas, presentes en la mayor parte de quienes candidatearon para los últimos comicios, los alejan de los ciudadanos y limitan su representatividad. Y restringirán su gobernabilidad, cuando ejerzan la dignidad para la que fueron votados.
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