
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Que el presidente de la República haya emitido una cadena nacional de once minutos para hablar de la lucha contra la corrupción significa que la maraña de la descomposición ética amenaza con tragarse al país. Pero también podría interpretarse como una cortina de humo que busca tapar la crisis y maquillar el último paquete de medidas económicas.
En cualquiera de los dos casos, es inocultable que la corrupción en el Ecuador ha alcanzado el estatuto de pandemia. No existen registros de que en el pasado este asunto haya constado en el centro de la agenda política nacional. Sin embargo, que se haya convertido en una preocupación pública general no significa que vaya a alterar las relaciones de poder en el mundo de la política. Para que esto último ocurra será necesario cambiar el esquema sobre el cual hemos construido la institucionalidad a lo largo de nuestra historia; es decir, cómo y en qué condiciones nos relacionamos con las leyes, con la ética público y con la responsabilidad colectiva.
La célebre frase de que la ley es solo para el de poncho simboliza descarnadamente la forma en que las élites ecuatorianas se relacionan con la esfera pública. Mejor dicho, cómo han manipulado el sentido de lo púbico en favor de sus dinámicas familiares y privadas. Cabalgar sobre las normas sigue siendo una de las estrategias más comunes para consolidar su poder. En buen romance, pasarse la ley por el forro.
Los grandes grupos económicos han institucionalizado la cultura de la morosidad contumaz, que se resume en la consigna de que no hay que pagar ni deudas ni impuestos a la espera de una condonación o una remisión tributaria. Tarde o temprano las injerencias en los gobiernos terminan favoreciendo esta forma solapada de corrupción.
En unas recientes declaraciones que dieron la vuelta al mundo, la canciller alemana Angela Merkel afirmaba que el principal problema en América Latina es que los ricos, pudiéndolo hacer, se niegan a contribuir con los costos de la crisis. Y no es que en Alemania los empresarios sean un dechado de solidaridad y desprendimiento, sino que la sociedad y el Estado los obligan a someterse a la ley. En medio de la crisis económica derivada de la pandemia, tienen que cumplir con las contribuciones extraordinarias decretadas por el gobierno.
Acá, en cambio, los grandes grupos económicos han institucionalizado la cultura de la morosidad contumaz, que se resume en la consigna de que no hay que pagar ni deudas ni impuestos a la espera de una condonación o una remisión tributaria. Tarde o temprano las injerencias en los gobiernos terminan favoreciendo esta forma solapada de corrupción. Lo peor es que el incumplimiento crónico de sus obligaciones está adobado con una mezquindad insufrible. Lo acaban de demostrar con su plañidera negativa a incrementar sus aportes al fisco para enfrentar la crisis.
Mezquinos e incumplidos. En este sentido, el último informe de la CEPAL indigna: en América Latina, el promedio de evasión y elusión tributaria alcanza el 6,5% del PIB. Esto, en cifras puras y duras, equivale a la friolera de 7.000 millones de dólares anuales únicamente para el caso ecuatoriano. Y el gobierno quiere incendiar el país por la mitad de ese monto.
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