
Hay quienes, sueltos de huesos y de ética social, no dudan en decir que la Covid vino a quedarse entre nosotros inevitable y fatalmente. Que hay unos que han sido destinados a la muerte para que los otros vivan. Dicen también que el virus se socializará y permanecerá entre nosotros, no como un invitado de piedra, sino como uno más de esos males que terminan formando parte de la existencia social.
Son los que piensan en el poder de inmunización natural de cada sujeto. Y que solo así, con el fatalismo de la Edad Media, se resignan a vivir escondidos hasta cuando mueran los que tienen que morir. Hay quienes, incluso profesionales de la salud, que no creen ni siquiera en el poder las vacunas. Se trata de aquellos resignados a ser fieles a sus propias limitaciones.
El coronavirus no es un ente de razón ni una manifestación de la maldad humana. Se trata de un virus cruelmente dispuesto a hacernos daño, mucho daño. Un mal al que finalmente se lo vencerá. Para ello son indispensables los permanentes compromisos sociales y personales. Valiente no es quien lo enfrenta cuerpo a cuerpo, sino el que huye, el que se esconde. El que, reconociendo el poder del enemigo, no le conceden ni un milímetro de ventaja.
Felizmente, ya no existe, por lo menos en los espacios del poder religioso, el oscurantismo que trató de explicar el mal desde la ira divina. Esa ira incontrolable, vengativa y cruel que no se calma sino con la sangre y la vida de sus enemigos. Felizmente, no han aparecido los fanáticos convencidos de que con actos religiosos masivos se puede calmar la ira de los dioses.
A propósito, la última escena de La peste de Camus: Y este pequeño niño que acaba de morir víctima de la peste, ¿qué pecado ha cometido para que Dios lo castigue con la muerte? La pregunta del doctor Rieux nunca recibirá respuesta. Si no nos cuidamos, la peste nos atrapará y hará lo posible para asesinarnos. Los cautos y valientes huyen.
La pregunta del doctor Rieux nunca recibirá respuesta. Si no nos cuidamos, la peste nos atrapará y hará lo posible para asesinarnos. Los cautos y valientes huyen.
Ningún corrupto, del orden que fuese, se justifica. Todos, grandes y pequeños, deben ser condenados con severidad. Porque la corrupción atenta en contra del bien común y en contra de la vida de la república. La corrupción descompone todo. En su seno, no hay inocentes de ningún orden. Todos son culpables: los que se hacen de la vista gorda, los de los negocios leoninos, los de la justicia que se niega a abrir bien los ojos para mirar la cara de los corruptos para identificarlos y castigarlos sin temor. Los que dejan libres a los ya condenados para que no abran la boca y se coman nombres y relatos.
Es preciso reconocer que la corrupción es como un pulpo: posee innumerables tentáculos que llegan hasta lo inverosímil. Al mismo tiempo, es una ponzoña que teje una férrea red con los hilos de lo perverso. Lo descubierto en estos días da cuenta de ello. En esas redes, no falta nadie: desde el contralor general del Estado pasando por fiscales y jueces, por alcaides y policías. Todos, sin embargo, tienen las manos limpias. Lo cual es, finalmente maravilloso.
Nuestro COVID posee un nombre propio: se llama corrupción. Y su vacuna se llama honorabilidad. Los primeros maestros fueron papá y mamá, y el tío y la abuela. Por ende, la honorabilidad no se improvisa como tampoco la corrupción. Qué difícil que sean honorables los hijos, los nietos de un funcionario público que engaña con una conducta aparentemente justa y moral cuando en verdad resulta ser el cabecilla de un grupo de delincuentes.
En casa se enseña la honestidad. En casa se transmiten y se aprenden valores. Al mismo tiempo, allí se incorporan los principios de la corrupción, del engaño y del crimen. Nada se improvisa. Somos repetición.
En la casa, se aprende a ser veraces y honorables. Allí se aprende que el poder es servicio y no la oportunidad calva para enriquecerse, para robar, estafar y mentir. La educación en honorabilidad es la única vacuna contra el gran virus de la deshonestidad cívica, la mentira, la corrupción y los enriquecimientos ilícitos.
Ojalá la justicia, habiendo abandonado ella misma y sin excepción todo el territorio de lo corrupto, juzgue y castigue oportuna y severamente a esta nueva red de corrupción capitaneada por el Contralor General del Estado. Ojalá los servidores públicos aprendan que no es posible el crimen perfecto.
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