
En días pasados, se reportó una presunta violación a una joven de 19 años que estaba “de fiesta” en un famoso bar bogotano. Ante esto, el dueño del local solicitó a un medio de comunicación la oportunidad de rendir su versión de los hechos. Sus declaraciones, lejos de traer luz sobre los pormenores del incidente, evidenciaron que en Latinoamérica aún existe una cultura machista y victimizadora donde las mujeres somos culpadas por los actos de agresión que se cometen contra nosotras mismas.
Los argumentos esgrimidos por el dueño del bar no son nuevos. Responsabilizó de la violación al padre de la niña (por irla a dejar al bar), a la minifalda que llevaba puesta (“¿qué pretende una niña que va a un bar en minifalda?”, se preguntaba indignado él), al Halloween (“con los disfraces la gente saca sus demonios”, decía). Incluso, sugirió analizar el entorno familiar y social de la niña, pero nunca cuestionó al acusado de la agresión. Finalmente, remató con el clásico argumento de que ella estaba en evidente estado etílico. Como si pasarse de copas fuera una invitación abierta para que los machos del local den rienda suelta a sus pasiones, estas sí, acepadas y aplaudidas en nuestra sociedad.
Estos casos no escasean en la región. Hace poco, una joven estudiante y modelo ecuatoriana, Karina del Pozo, fue encontrada muerta tras haber sido víctima de un “gang rape” o violación grupal por parte de unos amigos suyos. El incidente se dio en condiciones similares y generó reacciones igualmente indignantes: “la chica era modelo” (como si la belleza o ejercer esa profesión fueran sinónimo de inmoralidad), “¿Qué hacía metida en el auto con cuatro hombres?” (¿Debemos establecer una suerte de apartheid donde viajemos sólo entre mujeres para no tentar al sexo opuesto?). Los argumentos menos malos la tachaban de “imprudente” por “estar en la calle a esas horas”, y “tomando con hombres”.
Resulta entonces que en Latinoamérica las mujeres no podemos salir de noche, ni tomar o pasarnos de copas, ni mantener relaciones de amistad con hombres, ni ser atractivas, ni vestirnos de manera provocativa (y quién sabe si recatada tampoco, dependiendo de los gustos del atacante de turno), porque eso constituye una tentación a los miembros del sexo opuesto, quienes en estas situaciones no tienen más remedio que responder a sus instintos naturales de reproducción, con o sin nuestro consentimiento.
Pobrecitos.
Desde niñas nos enseñan a cerrar las piernas al sentarnos, a bajar el dobladillo de la falda del colegio, a no ponernos ropa ajustada, a no hablar con desconocidos, a no salir de noche, a no tomar, a no bailar provocativamente, etc. La lista de mecanismos de protección contra agresiones sexuales es infinita, pero hasta hoy inefectiva.
Será porque a la mayoría de hombres sus padres no les han dado la versión equivalente a estas conversaciones en su infancia. Como bien se decía en un editorial del Huffington Post recientemente, es necesario educar a los niños y jóvenes para que rechacen los estereotipos de género que tiendan a objetivizar a las mujeres, e inculcarles el respeto hacia ellas independientemente de qué hagan y cómo se vistan. La falta de educación en igualdad de género se agrava por los miles de mensajes en medios de comunicación donde las conductas misóginas, violentas, y denigrantes contra las mujeres son sinónimo de virilidad y hombría.
Ante este escenario, los planes y programas de gobierno para prevenir y sancionar la violencia contra la mujer resultan insuficientes, pues ninguna política estatal en materia de género servirá para prevenir la violencia y el feminicidio mientras los hombres y jóvenes sigan aceptando esas conductas como parte de su naturaleza masculina, y mientras la sociedad en general no entienda que el ejercicio de los derechos a los que las mujeres somos titulares no está condicionado a nuestra ropa, nuestra conducta, nuestras amistades, o nuestros planes de fin de semana.
Noviembre es el mes de la no violencia contra la mujer. La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer y la Convención Interamericana Belém do Pará establecen obligaciones a los Estados de proteger y garantizar la vida y la integridad personal de mujeres y niñas. Ello empieza con el derecho de éstas a crecer libres de estereotipos de género, pero debe entenderse también como una obligación correlativa a los padres y madres de varones de formarlos en consonancia con estos principios, de tal suerte que ellos eviten y rechacen cualquier tipo de violencia física y psicológica en contra de sus amigas, esposas, hermanas y conciudadanas en su vida adulta.
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