
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
En el artículo Mafalda y la cultura, escrito por Raúl Pérez Torres, presidente Casa de la Cultura Ecuatoriana, publicado en diario El Comercio el sábado 25 de junio de 2016, se perfila con claridad la incomprensión del presidente Correa sobre el significado de la cultura. “A Susanita le importan más los vestidos que los libros, porque puede salir a la calle sin libros , pero no sin vestido”. Más importa la “vestimenta” que lo que llevamos adentro. Roberto Aguilar en 4pelagatos.com analiza el “fetichismo de la obra pública” que consiste “en transferir las propiedades de la política y el gobierno a las obras de cemento”. Coincidiendo con este criterio, Pérez Torres razona: “Sería de pensar entonces que si ya tenemos tantas hidroeléctricas y tantos hospitales ¿para qué cultura?”.
A propósito del debate sobre la Ley de Cultura que está por aprobarse ya al final del período de gobierno, la mente de Correa está lejos de los temas que preocupan a los artistas: “el concepto de políticas culturales; distintos modelos institucionales para mediar entre los artistas y el Estado, esquemas novedosos para el acceso y distribución de los fondos de fomento y los fondos concursables”. Estos aspectos señalados por Roberto Aguilar contrastan con el apoyo de Correa a una obra “cultural” de tinte egocéntrico: un “gigantesco retrato de él sobre la arena de una playa”.
Pero, en el fondo de lo que se trata, sostiene José Hernández en 4pelagatos.com, es el empecinamiento por crear una “cultura oficial”. Ésa que, según Hernández, abominó García Márquez “quien nunca creyó en la cultura promovida y propiciada desde el Estado”. Pero claro, agrega, “hay actores de la cultura que ven, ante sí, al Estado como proveedor de fondos (becas, fondos concursables, talleres ayudas)…atan su actividad al Estado. El reto de artistas y creadores era escapar de ese dilema”.
La cultura, por cierto, no es el predio de los actores de la cultura, esto es, artistas, hombres y mujeres de letras, creadores; es mucho más vasto, comprende también a los maestros, a los académicos, a los trabajadores manuales, a los políticos, a los científicos, a los técnicos, a la gama de oficios y actividades que se desprenden de la división del trabajo social. Aquí se origina también otra confusión de Correa. Él se considera un hombre moderno, que cree en la tecnología, en la nanotecnología, en los dispositivos electrónicos. Yachay, por ejemplo, pretende ser un espacio para la formación de científicos que estén a la altura de sus pares en los países del Norte.
O sea, Correa admira y apuesta a esa tecnología sin preocuparse de conectarla con la cultura del país, del espectro de culturas que coexisten en el Ecuador, como país andino. De ahí que para Correa no fue problema sacrificar la “iniciativa ITT” a la explotación del petróleo en el Yasuní. Esta veneración a la tecnología que se traduce en el financiamiento de megaproyectos y obras de infraestructura de gran magnitud, conviven con una ideología anti Ilustración, como también fue el caso de Hitler y del nacionalsocialismo. Jeffrey Herf caracteriza a esto como expresión del “modernismo reaccionario”, que justamente tuvo como fundamento la alianza antiliberal con la tecnología derivada de la segunda revolución industrial.
A la universidad se la quiere moldear bajo los parámetros del “cientificismo”. El pensamiento crítico queda avasallado por la tecnología, las ciencias exactas son colocadas por encima de las ciencias sociales. De ahí que las universidades de posgrado en ciencias sociales han sido blanco de ataques de diversa índole de parte del gobierno y del Senecyt.
La concepción de Rafael Correa sobre la cultura, consiguientemente, no le permite atisbar su amplio espectro. Fernando Tinajero, columnista de El Comercio, con la autoridad que tiene de toda una vida dedicada a la cultura, señala los defectos de la Ley de Cultura: su “espíritu burocrático” y la “imprecisión conceptual”. El “espacio público”, por ejemplo, es entendido como los espacios físicos (calles, plazas, etc.) y no como “las formas de relación e interacción entre los ciudadanos”. Y añade: “es un concepto inseparable de los conceptos de sociedad civil y de ciudadanía, y no se refiere a ningún lugar, sino a la actividad o a las circunstancias que promueven el intercambio de opiniones: es en esa interacción donde se genera la opinión pública”
Así se entiende la acción de la Secom, la Cordicom, la ley de comunicación como vehículos de una cultura antiliberal, autoritaria, mediante la cual se pretende imponer una manera de pensar, de sentir y de obrar, concordantes con los intereses del poder de turno. Hay pues, en las filas oficiales, una gran confusión respecto del significado y campos de la cultura. Tanto que ni siquiera desde un entorno afín al Gobierno, la Ley de Cultura es bien vista. Pablo Salgado en El Telégrafo, opina que en esta ley “no hay ninguna ruptura con la visión tradicional- y caduca-que el Estado tiene de la cultura”.
Puede afirmarse, entonces, que la “década ganada” dejó fuera a la cultura o que ésta fue suplantada por la obra pública o la cultura oficial. Sin duda, la Ley de Cultura, como la Ley de Educación Superior o la Ley de Comunicación se encuadran en una visión maniquea con la que se ha pretendido anular la creatividad, la diversidad cultural, al ser humano, el afecto y la libertad, bajo el predominio de una ideología retrógrada que dio lugar a la “manipulación fetichista” de la obra pública.
La obra pública levantada en la década correísta, parodiando las expresiones de Marx en el Manifiesto del Partido Comunista, sufrirá un desgaste inevitable. Si ni siquiera “las monumentales obras de la burguesía”, descritas por Marx como “maravillas muy distintas de las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas”, pudieron sobrevivir. Lo que no se desgasta jamás “es la capacidad y el impulso humano para el desarrollo: para el cambio permanente, para la perpetua conmoción y renovación de todas las formas de vida personal y social”.
La cultura es un vasto campo en el que se fraguan las complejas relaciones entre la sociedad y el Estado, entre el orden y el caos, entre las colectividades y los individuos. Tales relaciones son multifacéticas, cambiantes, impredecibles. Hay una constante interacción entre fuerzas productivas sociales y desarrollo personal.
El “modelo” de Correa es justamente un modelo tecnocrático antiliberal que se valió del populismo para ganar adhesión popular, y que lo revistió de una máscara “izquierdista” y nacionalista, desde la cual libró una “guerra” contra la “partidocracia” y el “neoliberalismo”, bajo una perspectiva economicista. Ello le permitió explotar la contradicción estado-mercado, como ideología, y así legitimar la confiscación de las funciones del Estado que si no son libres ni autónomas sólo sirven para encubrir una dictadura. Pero ni siquiera al Estado le permitió la autonomía institucional y organizativa que éste demanda para no ser un aparato doblegado al mando de una sola función del Estado comandada por el presidente de la República.
En un modelo tan controlador, la cultura debía también ser amarrada; la Ley de Cultura, en discusión, por tanto, se asemeja a las otras leyes con las que se amuralló la opinión pública, la educación, la crítica, convirtiéndole a la democracia en una caricatura de un régimen sustentado en la voluntad popular.
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