
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
Desde la caída del Muro de Berlín que marcó un antes y un después en la historia, el tablero político en el Ecuador y América Latina sufrió un vuelco. Al regreso a la democracia los bandos que confrontaron estuvieron bien definidos. Por un lado, los que abogaban por una democracia más moderna, que se asentara sobre un régimen de partidos, y que rescatara los avances que la dictadura militar de Guillermo Rodríguez Lara introdujo en la conducción del Estado. Por el otro, los que aspiraban a retomar las riendas de la economía y de la política. Éstos pusieron al régimen democrático bajo sospecha. Temían que fuera una especie de caballo de Troya para meter de contrabando el comunismo.
El primer bando fue capitaneado por la Democracia Popular que intervino activamente en las Comisiones de Reestructuración jurídica que creó el triunvirato militar para llevar a cabo el traspaso del poder a los civiles. Fue este bando el que triunfó en las elecciones de 1979, con el binomio Jaime Roldós-Osvaldo Hurtado.
El segundo bando fue liderado por León Febres Cordero que acogió las tesis y demandas del sector empresarial privado y reivindicó las bondades de una economía de mercado. Se opuso también a las corrientes reformistas que por entonces impulsaban la Democracia Popular y la Izquierda Democrática. Estos dos partidos fueron el ala izquierda del proceso de retorno a la democracia.
Sin embargo, la crisis de la deuda externa contraída por los gobiernos militares puso límites a los propósitos reformistas y terminó imponiéndose lo que se denominó la administración de la crisis. Aún los gobiernos de tinte reformista se enrumbaron en esa dirección y el proyecto que inicialmente encarnaron fue dejado de lado. Fue un triunfo histórico de la derecha.
Este giro que tomó la conducción del estado se afianzó cuando se supuso que con el desplome del socialismo real, dejaban de ser apremiantes la desigualdad y las inequidades sociales para su solución. Ya no había el peligro de una revolución social. La Alianza para el Progreso, el desarrollo, la planificación, sirvieron para atenuar la lucha de clases y salvar la estabilidad del sistema. Acabada esa amenaza solo quedaba administrar bien las finanzas y la economía, y con la economía de mercado, salir de la pobreza. Llegábamos, pues, al fin de la historia y de las ideologías.
El ahondamiento de la brecha social resultado de esta política de austeridad y ajuste, abrió el camino para que avanzara una corriente de oposición a dicha línea. La inestabilidad política de los noventa y el desate del descontento social prepararon el terreno para el surgimiento de un movimiento de corte socialista que tuvo en el liderazgo de Rafael Correa una oportunidad histórica para proponer y aplicar un nueva visión económica y política.
Frente a la nueva derecha que postula las bondades de una economía de mercado, no se perfila un planteamiento o propuesta alternativa. La izquierda ha perdido liderazgo, enfrascada en una matriz ideológica que no ha sido revisada críticamente. En ese sentido la izquierda se ha retrasado en comparación con la derecha.
La revolución ciudadana, en sus inicios, tuvo el aval de la izquierda. Los resultados de la gestión gubernamental de Correa no fueron los esperados. El endeudamiento externo, contratado en condiciones onerosas y el mal uso de los cuantiosos recursos del estado, los actos de corrupción que no han podido ser desmentidos por sus autores y cómplices, le quitaron legitimidad a esta propuesta.
El país se ve nuevamente obligado a recurrir al Fondo Monetario Internacional y a enrumbarse por la austeridad y el ajuste, no tanto por razones ideológicas sino pragmáticas.
En ese contexto hay un vacío ideológico que se traduce en una peligrosa polarización social. Frente a la nueva derecha que postula las bondades de una economía de mercado, no se perfila un planteamiento o propuesta alternativa. La izquierda ha perdido liderazgo, enfrascada en una matriz ideológica que no ha sido revisada críticamente. En ese sentido la izquierda se ha retrasado en comparación con la derecha.
El debate en torno a los modelos económicos no debe plantearse en términos maniqueos. La relación entre estado y mercado debe ser repensada. Si bien, como afirmaba Matus, no se puede desconocer el valor del mercado, éste no resuelve bien los problemas de mediano y largo plazo; “es ciego al costo ecológico de los procesos económicos, es sordo a las necesidades de los individuos y sólo reconoce las demandas respaldadas por dinero, el hambre sin ingresos no vale(…) no puede lidiar con la falta de patriotismo, la corrupción y la deshonestidad, distribuye mal el ingreso nacional y puede hacer más ricos a los ricos a costa de los pobres”.
De ahí la importancia que sigue teniendo el estado. De lo que se trata, por cierto, es de hacerlo menos obeso y más eficiente. Ello implica una reingeniería institucional.
Este era justamente el planteamiento de la social democracia, o del socialismo democrático. Lamentablemente con la caída del Muro de Berlín se creyó que había caducado no solo el socialismo real, autoritario y burocrático, sino el estado de bienestar y toda clase de socialismos.
Creo que en esta campaña electoral no debemos quedarnos en el corto plazo. Sin duda, no es posible desentenderse de la enorme crisis que agobia al país y al mundo. La renegociación de la deuda externa no podía aplazarse. Las sugerencias del FMI deben ser analizadas y revisadas de ser necesario. Pero lo que no cabe es quedarse solo en lo monetario, fiscal y económico. Las necesidades del Ecuador y de su población, más golpeada por la crisis y la pandemia, no pueden ser ignoradas por cualquiera que sea el ganador de la próxima contienda electoral.
Cerrar los ojos a esta realidad puede generar un malestar social que de pie a su capitalización política y se traduzca en opciones que pongan en riesgo la democracia.
Ahora más que nunca se vuelve indispensable conectar creativamente la economía y la política.
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