
Hay unos insectos, cuya existencia es tan efímera que apenas eclosionan; vuelan al estanque, se aparean y mueren. Todo eso en pleno vuelo. La hembras, sueltan sus huevos en el aire o mueren cuando los depositan en el agua. Su existencia se reduce, básicamente, al apareamiento y procreación. A estos insectos se los conoce como las moscas de mayo o efímeras, porque nacen al atardecer y mueren por la mañana.
Suponiendo que disfrutaremos las cuatro estaciones de nuestra vida, filosofar no sería otra cosa que prepararnos para la muerte, como escribió Montaigne en sus Ensayos (2007), o como le dijo Sócrates a Fedón: “Los que de verdad filosofan se ejercitan para morir”. De tal manera que, filosofar no sería un proyecto de vida sino de muerte que, esta claro, se la practica mientras se vive.
Es por esto que filosofar no es una palabra mágica que, por el hecho de mencionarla, va a transformar los escombros en palacios, la desesperación en esperanza o la depresión en felicidad. No funciona así el filosofar, no es una píldora efervescente diseñada para solucionar molestias ocasionales. Filosofar no es el Alka-Seltzer de la filosofía. Paradójicamente, filosofar es una actividad cercana, íntima, pero a la vez distante.
Porque es un proceso doloroso, tal como lo describió Platón en la Apología de Sócrates y en el Teeteto. Hacer parir ideas no es sencillo, es molesto y puede parecer inútil. Pero es una actividad, como dice Nussbaum (1994), que asegura una vida floreciente mediante argumentos y razonamientos correctos, evitando los temores derivados de las falsas creencias sobre la muerte, la desesperación, el miedo, la angustia, etc., que se alimentan de argumentos defectuosos. O sea que, lejos de ser inútil, filosofar es una actividad fructífera que, como dice Jasper(1958), no se somete al estado de indiferencia, sino que afecta a nuestro ser, al punto de estremecerlo.
Si decimos que “filosofar es morir al mundo”, es una idea bastante común. No aportamos nada. Repetimos. Pero si afirmamos, según Brenifier(2009), que la filosofía implica la muerte de la filosofía, entonces caemos directamente en el absurdo, y ese es un lugar al que poca gente está dispuesta a seguirnos, porque el filosofar se encuentra precisamente ahí, donde muere la filosofía. Entonces, por mucho que vivamos, escribe Séneca a Lucilio en sus Cartas, no reduciremos el tiempo que vamos a estar muertos.
Hay que renunciar, cuanto antes, al espíritu infantil y a esa capacidad de vegetar en el sepulcro de los prejuicios, por el filosofar. En otras palabras, hay que empezar a morir; es decir, a filosofar.
Contrario a Sócrates y Montaigne, Brenifier piensa que “filosofar es dejar de vivir”, lo que implica un ¡ya, ahora!, es poner en juicio nuestras ideas y sobre todo exponerlas, porque son ellas las que sostienen y sobre las que se basa nuestra existencia. Si somos capaces de juzgar esa aparente solidez, de introducir la duda y el pensamiento crítico, entonces habremos optado por el camino del filosofar y “una vez que uno ha visto puede aceptar que ha visto, negar que ha visto, olvidar que ha visto, pero sus ojos ya no son los mismos: ya no puede reivindicar ninguna forma de virginidad”.
Hay un proverbio chino que dice: Ningún hombre puede impedir que el pájaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que sí puede impedir es que anide en su cabellera. Dice Jasper en su Filosofía, que cuando nos enfrentamos a una situación límite y no tenemos más opción que la de agarrarnos de nuestras propias manos para poder sobrevivir, automáticamente creamos un nuevo destino y este movimiento se activa en tiempos de crisis, de angustia y de catástrofes. Tal es la situación en la que nos encontramos. Una tragedia que han sacudido el corazón de una nación y que ha puesto a prueba nuestra capacidad de empatía, pero que también es un instante privilegiado para el filosofar.
Cuando la naturaleza habla el Hombre tiembla, pero actúa. Vuelve en sí y recuerda que en esencia es finito, maquillado con algunas ideas, pero finalmente polvo. Que sabe, como Camus, que “no existe amor por la vida sin desesperación por la vida”. Nuestra capacidad de filosofar aflora mucho más en el jardín de las desgracias, porque cuando el ser humano se ha forjado un “arte de vivir para tiempos catastróficos” y consigue sobrevivir, nace por segunda vez y se enfrenta cara a cara contra la muerte. Ya, sin esos absurdos miedos provocados por nuestra falta de solidez argumentativa, por la tiranía de la costumbre y por la convencional capacidad cuestionadora.
Si algo nos distingue de las efímeras, es que el Hombre tiene conciencia de la muerte. Se enfrenta y se-piensa en ella. Sin embargo, nuestra similitud con esos insectos se basa en lo fugaz de nuestra vida sobre la tierra, como la de las moscas sobre el estanque.
Además, dice Aristóteles, no deberíamos presumir de nuestra existencia. Si la comparamos con la de los arboles o de las estrellas nos avergonzaríamos de nuestra levedad.
Como las efímeras, el Hombre forma parte del reino animal. Las moscas de mayo pertenecen a la clase de los artrópodos, a la subclase de los insectos y a la especie irracional, nosotros pertenecemos al filum de los cordados, al subfilum de los vertebrados, a la superclase de los tetrápodos, a la clase de los mamíferos, a la subclase de los terios, a la infraclase de los euterios, al orden de los primates, al suborden de los antropoides, a la superfamilia de los hominiodes, a la familia de los homínidos, al género Homo, a la especie Homo Sapien, a la subespecie Homo Sapiens Sapiens, a la infraespecie de los stupidus, pero sobre todo a la especie de los soliditas; es decir, que pese a nuestra enorme capacidad autodestructiva, hemos demostrado que somos extremadamente solidarios y sensibles con la tragedia ajena.
Solo en la desesperación se refleja la verdadera elegancia con la que llevamos el sombrero en tiempos de felicidad; es decir, la forma en que enfrentamos nuestras desgracias no se mide en tiempos de bienestar, sino en medio de la adversidad. Y hasta ahora, nuestra solidaridad ha sobrepasado la magnitud de nuestra tragedia.
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