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13 de Mayo del 2019
Ideas
Lectura: 7 minutos
13 de Mayo del 2019
Carlos Arcos Cabrera

Escritor

La escalera de Bramante: un hito narrativo
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Por la escalera de Bramante se asciende hacia el atrio de la iglesia de San Francisco de Quito, hacia el mundo cristiano. También se desciende hacia la plaza, el mercado, el mundo de los hombres. Se conjetura que aquella obra se hizo basándose en un plano del arquitecto renacentista Donato di Angelo di Pascuccio (1444-1514), arquitecto italiano responsable de la reconstrucción de la Basílica de San Pedro en Roma y conocido como Bramante. ¿Cómo llegó el plano de Bramante hasta acá? No lo sabemos. Biscay, uno de los personajes de la novela de Leonardo Valencia La escalera de Bramante dice: «Desde hace siglos estamos atiborrados de los restos de las locuras europeas que nunca pudieron realizar allá».

La más famosa de las escaleras de Bramante se halla en los museos del Vaticano. Menos conocida pero más enigmática es la de San Francisco. Si se la mira desde las torres, esta escalera es un círculo perfecto con un centro vacío desde el que se expanden como ondas los arcos que lo forman; son ondas inmóviles de piedras milenarias. Es una construcción que permite múltiples miradas. Si se sube desde la plaza, del mercado, del mundo de los hombres, hacia el atrio, hacia la entrada de la iglesia, se avanza por un semicírculo convexo que se va cerrando hasta alcanzar el centro. Es un punto en el que una visión mística cristiana podía afirmar que es el lugar en que se debe abandonar el mundo para ir al encuentro con Dios. A partir del centro, el semicírculo se vuelve cóncavo y se va ampliando hasta que culmina en el atrio y en las grandes puertas de la iglesia como queriendo afirmar que los brazos del señor están abiertos para los que los buscan. Si se hace el camino inverso, es decir, cuando se desciende por las escalinatas, se retorna al mundo, al mercado, a la vida terrena. Otra mirada de la escalera podría afirmar que lo alto se trasmuta en bajo; lo masculino convexo, en lo femenino cóncavo y viceversa. También que se inscribe en la ruta del sol: la sección cóncava de la escalera mira hacia el este, hacia el amanecer, hacia el lucero de la mañana, en tanto que la sección convexa mira hacia el oeste, hacia el sol que deja de alumbrar, hacia el Pichincha. Podría especularse que se trata de una arquitectura inspirada en la alquimia. Si Leonardo Valencia quería un símbolo además de un título para su novela, no pudo encontrar nada mejor que la escalera de Bramante. La novela de Valencia publicada recientemente por Seix Barral es alquimia pura.

La más famosa de las escaleras de Bramante se halla en los museos del Vaticano. Menos conocida pero más enigmática es la de San Francisco. Si se la mira desde las torres, esta escalera es un círculo perfecto con un centro vacío desde el que se expanden como ondas los arcos que lo forman; son ondas inmóviles de piedras milenarias.

En El libro flotante, Valencia ya había establecido un antes y un después de la narrativa sobre Guayaquil: una ciudad sumergida visitada y recordada por una élite que también se hunde, y en la que la poesía y la memoria escrita son una frágil tabla de salvación. Aquella novela dejó atrás los tópicos trillados del submundo urbano marginal de la urbe y recurrió a un lenguaje poético renovado. El libro flotante cerró el largo ciclo del más duro realismo que se inauguró con el Grupo de Guayaquil.

La escalera de Bramante marca un nuevo hito en su narrativa. Más que eso: sus ondas expansivas, al igual que las de la escalera de San Francisco, marcarán su presencia en la narrativa en castellano. Como alguna vez expresó Javier Cercas, «somos escritores en castellano», borrando la frontera que se establece cuando se dice que alguien es un escritor de tal país o de una ciudad.

La escalera de Bramante es global y postmoderna: se desenvuelve en múltiples escenarios: Quito, Barcelona, París, el bosque de Kriebethal —el pueblo sajón donde nació y pasó su infancia Kurt Landor, el pintor—, la Costa Brava —en Cataluña— y Bogotá. Las historias que contiene se resuelven en dimensiones temporales distintas y contrapuestas, pues no existe un tiempo lineal sino tiempos alterados y alternados, un ir bajar por la escalera del tiempo y de la memoria, recorriendo cada una de sus circunferencias que acompaña ese deambular por el mundo, por la pintura, por la literatura, por las leyendas y mitos, por el cine. Sospecho que Leonardo Valencia emplea en la novela la técnica pictórica de Landor, uno de sus principales personajes, que «sentía que sus intervalos ponían freno al tiempo. […] No es que detenía el tiempo, sino que lo desdoblaba, lo multiplicaba a través del prisma de su método de trabajo». Valencia desdobla y multiplica el tiempo narrativo.

Con inigualable maestría, Valencia conduce al lector por el laberinto de múltiples voces narrativas: una omnisciente, que nos anuncia al comienzo de la novela que a Landor solo le quedan dos años de vida. No es la única: sorprende que, de pronto, en la misma página, sin transición alguna, se trastoquen las voces, desplazándonos en el tiempo, en los lugares, en las circunstancias en que viven los personajes.

La novela —al igual que la escalera de Bramante— proporcionará al caminante lector una perspectiva y experiencias distintas dependiendo de si asciende o se desciende por sus gradas, de si se permanece en el círculo central o si recorre los arcos que la forman. ¿Cuántas historias contiene La escalera de Bramante? Incontables: la relación entre Araceli Gilbert y Sidney Bechet, el color de los ojos de Dora Lerner, la entrañable amistad de Álvaro Abugatás y Raulito Coloma, el descarnado razonamiento de Strudel sobre el cuy andino, la fascinación de Landor por los detalles precisos, la dura vida que enfrentará Laura… y así se van desgranando y a la vez envolviéndonos como si fueran los hilos multicolores de un meticuloso bordado.

Novela titánica. Novela iluminada. Una novela que marca un hito.

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