
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
¿Es la fragmentación electoral la consecuencia de nuestra cultura política o una estrategia perfectamente diseñada desde el poder? Si durante 150 años el Ecuador no contó con más de cuatro fuerzas políticas representativas, ¿por qué hemos llegado a una dispersión digna de un manicomio?
Las pretensiones institucionalistas del retorno a la democracia, allá por 1979, quedaron en simples ilusiones. El sistema de partidos que se quiso instaurar con la remozada Constitución duró lo que perro en misa. La ruptura entre Assad Bucaram y Jaime Roldós, ni bien inaugurado su gobierno, abrió las puertas a la conformación de agrupaciones políticas de bolsillo, que convirtieron al Congreso Nacional en un mercado. Y la tendencia a la dispersión no ha parado hasta ahora.
La proliferación de partidos ha sido vertiginosa. La mayoría se han demorado más tiempo en concebirse que en desaparecer. Sin embargo, a pesar de la volatilidad y transitoriedad extremas que las caracteriza, algunas agrupaciones creadas como empresas electorales han conseguido llegar al gobierno, inclusive dejando en el camino a partidos con más trayectoria y estructura. Sociedad Patriótica y Alianza PAIS cuentan entre los casos más emblemáticos.
La fragmentación electoral tiene una consecuencia utilitaria y, al mismo tiempo, catastrófica: anula por completo el debate político e ideológico.
La fragmentación electoral tiene una consecuencia utilitaria y, al mismo tiempo, catastrófica: anula por completo el debate político e ideológico. En otras palabras, despolitiza a la sociedad, difumina las líneas demarcatorias entre las visiones de país que cada sector pretende construir.
Hace dos siglos, las diferencias entre liberales, conservadores y liberales radicales estaban tan bien definidas y defendidas que tuvieron que zanjarlas con una revolución. Pero una vez que el populismo irrumpió en nuestra política, la borrosidad se convirtió en norma. Las alianzas contra natura, los pactos de la regalada gana, los camisetazos, las candidaturas chimbadoras y el oportunismo están a la orden del día.
En tales condiciones, son los poderes reales los encargados de marcar la agenda del país. Ni siquiera necesitan ensuciarse con la promiscuidad de la actividad política para conseguir sus objetivos. Simplemente negocian y se relacionan con grupúsculos, galladas o personajes que logran alguna forma de representación política. Y únicamente la atomización extrema permite que los chanchullos sean rentables. Lo acaba de demostrar la red de corrupción montada alrededor del reparto de hospitales públicos: personajes anónimos han conseguido prebendas millonarias a título personal o familiar.
El fenómeno de la fragmentación ha sido posible gracias a la plasticidad del sistema electoral. Quienes así lo diseñaron sabían lo que querían, porque la permisividad para la legalización irregular de partidos y movimientos políticos también se extiende a la aceptación de candidaturas ética y jurídicamente inaceptables. Que las próximas papeletas electorales estén plagadas de corruptos no será una casualidad; será la confirmación de que la política se ha convertido en la continuidad de los negocios por otros medios.
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