
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El paro nacional fue como esas radiografías que evidencian, de golpe y porrazo, las lesiones internas de un cuerpo enfermo. Son la muestra palpable de un esqueleto –es decir, de una estructura– fracturado que disminuye la capacidad del organismo social. Y las fracturas son múltiples.
Hay una fractura cultural entre indígenas y mestizos que sacó a flote un racismo larvado, que suponíamos superado luego de la irrupción del movimiento indígena hace tres décadas. Los principios de la plurinacionalidad no solo son una agenda pendiente, sino que hoy encuentran mayores obstáculos por la reinstalación del viejo discurso nacional. De ser una virtud, la diversidad cultural puede terminar convertida en una amenaza. Las declaraciones de las nuevas autoridades militares no pueden ser más sintomáticas.
Hay una fractura regional que revive los fantasmas separatistas del pasado. El mensaje subliminal de los representantes de las élites guayaquileños fue por demás obvio: el conflicto indígena es un asunto de la Sierra y de su apéndice amazónico; a nosotros nos aseguran las rentas estatales para continuar con nuestro modelo empresarial. Habrá que ver qué piensan las élites quiteñas frente a la posibilidad de que la convulsión social, cuyo epicentro es y será la capital de la República, se vuelva endémica.
Hay una fractura social entre población urbana y rural. Los problemas estructurales del campo tuvieron que ser dirimidos en el espacio urbano, porque de otro modo habrían continuado invisibilizados. Lo novedoso es que la marginalidad urbana se enancó en la movilización indígena, pero no se sentó a la mesa de diálogo. ¿Qué pasa con esta problemática social que tiene sus propias especificidades y que se manifestó con formas de protesta menos orgánicas y más espontáneas? La distancia que puso la CONAIE al final del paro fue no solamente con los grupos violentos, sino con unas demandas que no conforman un proyecto político claro ni definido.
Hay una fractura económica entre ricos y pobres que se ahonda como resultado del incremento de la brecha histórica, pero que hoy cuenta con una clase media que, por su dimensión, ya no puede ser considerada una clase sánduche. El sueño de la convivencia armónica quedó trizado. El nuevo dilema está entre solidarizarse con los sectores populares o arrimarse a las élites racistas y autoritarias que buscan restablecer la armonía a punta de represión.
Hay una fractura cultural entre indígenas y mestizos que sacó a flote un racismo larvado, que suponíamos superado luego de la irrupción del movimiento indígena hace tres décadas. Los principios de la plurinacionalidad no solo son una agenda pendiente, sino que hoy encuentran mayores obstáculos por la reinstalación del viejo discurso nacional.
Pero hay una fractura mayor, esta sí más profunda y compleja: la ruptura entre la sociedad y la política formal. Los políticos profesionales no solo cumplen una función que, a ojos de la ciudadanía, es cada vez más opaca y sospechosa, sino que utilizan un discurso encriptado imposible de dilucidar. Los representantes y funcionarios públicos están cada vez más distantes de las sencillas aspiraciones de la gente, y no demuestran ni el interés ni la capacidad para responder satisfactoriamente a las expectativas colectivas. El hartazgo se expande como mancha de aceite.
Es justamente este punto el que conecta al Ecuador con una tendencia global. La decepción mundial con la política formal no expresa un sentimiento, sino una fractura. Puede aparecer en países tan dispares como Francia o Nicaragua, como Chile o Haití, pero tiene el mismo sustrato. Es esto lo que subyace en el fondo de los estallidos sociales de octubre.
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