
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La insinuación de convocar a una consulta popular para tratar temas constitucionales exige una pregunta de rigor: ¿busca Guillermo Lasso una reforma a la Constitución o simplemente está tomando una iniciativa coyuntural para no perder viada? El relativo éxito del plan de vacunación es un buen trampolín para proponerse objetivos políticos inmediatos.
La animadversión a la Constitución de Montecristi por parte de ciertos grupos de poder no es ninguna novedad. Lo han manifestado desde su aprobación, en 2008. Lo que llama la atención es que en trece años no se hayan propuesto en serio echársela abajo. Fuera de algunos chispazos puntuales, como las consultas de 2011 y 2018, la mayor parte de los cuestionamientos se han quedado en el plano declarativo.
Al parecer, los marcos legales no constituyen un límite real para el ejercicio del poder de las élites.
Pasarse la Constitución por el forro ratifica una práctica profundamente arraigada en nuestra política: el poder se ejerce en otras esferas y con mecanismos más pragmáticos. Por eso, precisamente, las reformas constitucionales terminan pareciéndose a un bastidor, tras el cual se dirimen los verdaderos conflictos y pujas políticas.
Pasarse la Constitución por el forro ratifica una práctica profundamente arraigada en nuestra política: el poder se ejerce en otras esferas y con mecanismos más pragmáticos. Por eso, precisamente, las reformas constitucionales terminan pareciéndose a un bastidor, tras el cual se dirimen los verdaderos conflictos y pujas políticas.
Para muestra basta el ejemplo del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS). Desaparecerlo y transferir sus funciones a la Asamblea Nacional solo provocará una mayor complejidad en las negociaciones. En la práctica, al Ejecutivo le resulta más sencillo cooptar a cuatro consejeros que tranzar con 50 o 60 asambleístas indispensables para hacer mayoría. Esta es la única razón por la que ningún gobierno de turno se siente incómodo con la existencia de ese engendro político.
Esta doblez explica por qué las constituciones son tan volubles y frágiles, y por qué únicamente alimentan el fetichismo jurídico al cual somos tan inclinados los latinoamericanos: creer que las leyes, por sí solas, cambian la realidad. En mundo objetivo queda velado por la ilusión normativa. Y luego tenemos serias dificultades para entender las causas de la informalidad institucional y de la inoperancia de la democracia, porque las decisiones se toman a espaldas de la esfera pública.
¿Qué de importante tiene una reforma constitucional que no pueda viabilizar las agendas más estratégicas de la sociedad? Por ejemplo, la plurinacionalidad, la legalización del aborto o la prohibición total de la minería en zonas de descarga hídrica o de alta biodiversidad. ¿Qué trascendencia tienen la eliminación del CPCCS o la bicameralidad si no se puede alterar un régimen económico basado en la acumulación espuria de la riqueza? La profunda crisis social no se resuelve desde la pirotecnia jurídica, sino desde el conflicto, la negociación y las decisiones políticas.
Desde que la figura de la consulta popular se incorporó a nuestro marco constitucional, la mayoría de los gobiernos la utilizaron con fines inmediatos, ya fuera para revertir una situación desfavorable o para apuntalar una jugada coyuntural. Desde 1978 los ecuatorianos hemos ratificado en las urnas tres constituciones. No obstante, los viejos problemas del país no han experimentado modificaciones significativas. La lógica estructural del poder sigue siendo la misma.
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