
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
El debate que se ha abierto a propósito de la nominación del general Paco Moncayo a la Presidencia de la República nos remite a la época en la que se gestó la Izquierda Democrática, no como partido, sino como una corriente ideológica de cambio.
Jaime Chaves Granja, destacado escritor, catedrático, periodista y político, expuso las razones sociales y políticas de la gestación de dicha tendencia, allá por los años setenta del siglo pasado. En el diario El Comercio, de junio 14 de 1976, en su columna, responsabilizó a los grupos de poder por el avance del comunismo, dada su oposición a las reformas sociales. “Con su resistencia tradicional provocan el descontento de los sectores mayoritarios o populares; son ellos también los que se constituyen en enemigos de una izquierda democrática que libre de demagogias podría realmente llegar a la justa revisión y reorganización de las estructuras económicas y sociales”.
O sea, frente al comunismo hacía falta forjar una alternativa democrática que fuera capaz de impulsar la transformación de las caducas estructuras económicas y sociales, entonces imperantes. Justamente las dictaduras militares de los años sesenta y setenta intentaron producir esos cambios, pero a costa de la democracia. Pocos años antes del retorno a la democracia, intelectuales de tendencia socialista se preguntaban si esto sería posible sin dictaduras.
Ello entrañaba trazar una línea divisoria con los grupos económicos y políticos que defendían el estatus quo, pero también con una izquierda que no creía en la democracia, y que postulaba la lucha armada, y apuntaba a la toma del poder por el proletariado dirigido por una vanguardia revolucionaria.
Esta vanguardia tuvo gran dificultad de conectarse con el proletariado y demás clases trabajadoras; esta conexión era fundamentalmente económico-corporativa; la esfera propiamente política estaba dominada por la “burguesía”. ¿Cómo acceder desde el plano económico corporativo al plano político? Era la gran pregunta que muchos nos formulábamos mientras el triunvirato militar preparaba su salida de la escena política, en 1979.
Con el regreso a la democracia se corría el riesgo de volver a caer en el caudillismo populista o en el retorno al poder de los grupos económicos y políticos tradicionales. La alternativa de dar a la democracia un tinte avanzado y progresista parecía posible con la victoria de una nueva Constitución, aprobada en referéndum y con las leyes de Partidos y de Elecciones. Sin embargo, como bien señalan Flavia Freidenberg y Simón Pachano, estos instrumentos institucionales no fueron debidamente aprovechados por los nuevos y viejos partidos, con lo cual se perdió una gran oportunidad para lograr los objetivos que se habían propuesto.
Es en este nuevo contexto que la tendencia ideológica de una izquierda que sea democrática emerge como partido: la Izquierda Democrática.
Los autores citados dedican un capítulo de su libro El sistema político ecuatoriano a evaluar la gestión de los partidos políticos que se turnaron en el ejercicio del poder desde 1979. Llegan a la conclusión de que la administración de la crisis económica impuso límites a sus orientaciones ideológicas y políticas cuando ellos gobernaron. Respecto del gobierno de Izquierda Democrática, presidido por Rodrigo Borja, afirman: “se trataba de un Gobierno que aplicaba políticas radicalmente diferentes a las que había propuesto en su campaña, lo que llevaba al alejamiento y al aislamiento de sus propios partidarios, por un lado, y les daba poca consistencia a sus propias acciones, por el otro”.
Ello explicaría, entre otras causas, el advenimiento de un nuevo populismo con Abdalá Bucaram, que recogió el descontento de los sectores mayoritarios o populares frente a los sucesivos gobiernos que le precedieron. La inestabilidad política que entonces se inaugura, con el derrocamiento de Bucaram, trastocó el plan de “racionalización” de la acción política, prevista en los instrumentos institucionales antes mencionados.
La reacción ciudadana se nutrió de la “anti-política”, esto es, de una creciente desconfianza hacia los políticos y hacia los partidos. “Que se vayan todos” fue el grito con el que se derrocó a Lucio Gutiérrez en el 2005.
Rafael Correa sacó provecho de este sentimiento ciudadano y con el apoyo de la izquierda, de esa izquierda todavía no encuadrada en la democracia, se alineó con el llamado “socialismo del siglo XXI”. Los gobiernos de esta tendencia, en Venezuela, Bolivia y Ecuador, en aras de la justicia social sacrificaron la libertad. Cuánto, en realidad, lograron en el campo de las reformas económicas y sociales es algo que está por investigarse y evaluarse. De lo que no caben dudas es de la pérdida de la libertad, o de las libertades, en todos los órdenes. O sea, aún admitiendo que se tratase de gobiernos de izquierda, serían de una izquierda no democrática, justamente la contraria de la que postuló Rodrigo Borja con el lema de “justicia social con libertad”.
Esta insignia con la que nace el partido fundado por el ex presidente Borja cobra hoy gran fuerza y razón de ser precisamente porque en esta década se ha impuesto una izquierda no democrática. Corresponde, entonces, que en el Acuerdo Nacional para el Cambio los partidos y movimientos que lo integran delimiten su posición frente a tal izquierda. La alianza con el partido Izquierda Democrática podría ser la ocasión para forjar una verdadera alternativa de izquierda democrática, entendida esta como una corriente que rebasa los confines de una estructura partidaria, pero que, por cierto, la engloba.
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