
La corrupción es un delito cometido en colectivo. Detrás hay toda una red de contactos que admite, posibilita y promueve prácticas dolosas. Tanto los funcionarios, las autoridades políticas y los privados involucrados forman parte de una extensa estructura colusoria que debe ser observada con atención. Se trata de una construcción muy compleja que cava profundos cimientos en las instituciones y en la sociedad. ¿Cuándo empieza la corrupción?
“Una nación comienza a corromperse cuando se corrompe su sintaxis”, dijo en algún momento el célebre escritor y diplomático mexicano Octavio Paz. La sintaxis de una sociedad son sus motivos de cohesión y su pacto de convivencia. Cuando una sociedad ha roto sus motivaciones de convivencia y ha destruido sus instituciones para conseguir beneficios individuales o grupales, la sociedad empezará a sufrir la metástasis del cáncer de la corrupción.
La desinstitucionalización es absolutamente buscada por algunos. No es que una sociedad es corrupta porque no tiene instituciones; no tiene instituciones para ser corrompida. Por eso en Ecuador es tan redituable pasar por procesos constituyentes tan periódicamente. Más o menos, cada 10 años desde 1835 este país inaugura una nueva constitución y siempre es bajo el pretexto de refundar la patria. Ese es un cuento de nunca acabar. Si a los presidentes o a sus grupos de poder no les gustaba el reparto vigente, convocaban a una constituyente, redactaban una nueva constitución y con esa excusa repartían nuevamente el país en cargos, instituciones, magistraturas y beneficios.
La última Constituyente de 2008 es tributaria de esa constante. En la ocasión crearon una nueva institucionalidad pública concentrada en Carondelet. Desde el despacho presidencial se repartieron todos los cargos de control, magistraturas y negocios. Pero con la transmisión del mando en 2017 se destapó una gran parte de la corrupción de la década, facilitada precisamente por esa reforma constitucional.
En el último proceso constituyente se crearon nuevas instituciones públicas, se engrosó el aparato burocrático de las vigentes, y se repartió el país en cargos, contratos y recursos. Todo en nombre del nuevo país. Las nuevas elites desplazaron a las anteriores y con el tiempo empeoraron la corrupción. Por supuesto hubo desencantos y desertores. Los demás se quedaron para favorecerse y son los que ahora defienden el regreso de esa patria del reparto.
En el último proceso constituyente se crearon nuevas instituciones públicas, se engrosó el aparato burocrático de las vigentes, y se repartió el país en cargos, contratos y recursos. Todo en nombre del nuevo país. Las nuevas elites desplazaron a las anteriores y con el tiempo empeoraron la corrupción.
Se instaló en el Estado los nuevos cimientos del crimen organizado. Se modificó la estructura estatal para acuartelar el nombramiento de las autoridades de control en un órgano sin ninguna legitimidad y sometido por el Ejecutivo. Así se nombraron a todos los titulares de control, magistrados de casación y constitucionales, como vocales y magistrados electorales. Con todas estas autoridades sometidas a un solo poder pudieron manosear cada proceso de contratación estatal como cada elección política. Lo tuvieron todo amarrado.
Tras las investigaciones penales establecidas apenas hay un puñado de estos que está encausado. Que sobre el ex presidente Rafael Correa, como que sobre su ex vicepresidente, Jorge Glas, pesen sendas sentencias por peculado, y otra más haya conseguido el encierro de este último por cohecho, solo quiere decir que los dos eran solamente peones de una infraestructura mayor. Para Diógenes Laercio, historiador griego del siglo III d. C, “son los grandes ladrones los que hacen que se cuelgue a los pequeños”.
La historia de la corrupción en los países latinoamericanos más castigados arranca en su desinstitucionalización pública, en la imposición de un estado empresario, en el ascenso al poder de negociantes que se apropiaron de los recursos públicos por cualquier vía de contratación.
En Ecuador, la era del neoliberalismo no acabó con Rafael Correa, al contrario se profundizó. Su gobierno privatizó el Estado para convertirlo en el feudo de unos pocos estafadores con la etiqueta de una revolución.
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