
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El revoltijo electoral ya es de todos. No existe ninguna tienda política que mantenga una mínima coherencia política o ideológica de cara a las próximas elecciones. Las alianzas se distinguen por una irracionalidad y una extravagancia desbordadas.
Sin embargo, nadie quiere tomar al toro por los cuernos. Es decir, analizar seriamente la debacle del sistema representativo heredado del viejo liberalismo. Porque el caos de la representación se origina en que los representantes ya no representan a nadie. Pero la clase política prefiere mirar hacia otro lado.
De ese modo, el debate sobre la inviabilidad del régimen político está ingresando en un callejón sin salida. La derecha liberal continúa santificando la democracia representativa a pesar de su evidente fracaso. Evita una reflexión elemental: si la representación adolece de una naturaleza espuria, entonces es imposible que exista democracia. No obstante, los voceros e intelectuales de esas élites liberales descalifican cualquier otra forma de representación que no responda a sus propios parámetros. Por ejemplo, la movilización social.
El objetivo no debería centrarse en parchar un sistema destartalado, sino en pensar y discutir alternativas de representación política viables; sobre todo, democráticas. Tampoco, convirtiendo al concepto de democracia directa en una muletilla, crear engendros como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
En este punto las preguntas brotan por su obviedad. ¿Qué goza de más legitimidad, el movimiento indígena, que representa, reúne y convoca a cientos de miles de personas, o un partido de alquiler? ¿Tienen más sentido político las mesas de negociación entre el gobierno y las organizaciones indígenas o los chanchullos de la Asamblea Nacional? En la práctica, estos grupos de poder, adscritos a una forma absolutamente tradicional de ejercicio político, apelan a una legitimidad ilegítima para cuestionar un proceso democrático diferente o alternativo. Si la CONAIE no gana elecciones –sostienen– no tiene ningún derecho a definir las políticas públicas.
Hace 45 años, la clase política ecuatoriana le apostó a la utopía del régimen de partidos políticos, una idea que estuvo pensada para una sociedad moderna y una cultura democrática avanzada. La socialdemocracia y la democracia cristiana internacionales estuvieron detrás de este experimento; al tenor de los países europeos, quisieron dotar al Ecuador de una institucionalidad política razonable.
Vano intento. Para ese momento, la informalidad ya había permeado a la sociedad ecuatoriana. De ahí en adelante todo fue una vertiginosa carrera hacia la descomposición del sistema político. Ninguna reforma a la ley de elecciones ha sido suficiente para evitar la vorágine de la informalidad institucional.
El objetivo, entonces, no debería centrarse en parchar un sistema destartalado, sino en pensar y discutir alternativas de representación política viables; sobre todo, democráticas. Tampoco, convirtiendo al concepto de democracia directa en una muletilla, crear engendros como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
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