
Una noticia reciente señalaba que en el agro ecuatoriano los campesinos venden un quintal de papas de tres a seis dólares. Un quintal son 100 libras, 46 kilos de producto arrancado a la tierra, regado con dificultad y esfuerzo, protegido de heladas y plagas, cosechado y movilizado a pulso. El consumidor urbano paga hasta a 50 centavos la libra, es decir, ese campesino marginalizado, invisible, en el que no se piensa a la hora de comer y al que se le mezquina un triste bono de desarrollo humano, ese agricultor al que se le regatea y maltrata, subsidia a la ciudad hasta 47 dólares por quintal.
Luego de una década de romántico Sumak Kawsay, de soberana y altiva patria, prolífica en billonarias carreteras y en megaproyectos corruptos, orgullosa de su “modernidad progresista”, el Ecuador es más feudal que nunca. Sin política pública para el agro, incapaz de invertir en riego lo que se destinaba a edificios monstruosos, sin financiamiento, ni transferencia tecnológica, sin mecanismos de precio justo para el agricultor y comercialización razonable para el consumidor; esta colonia del siglo XXI, muerde, constante y dolorosamente, la mano que le da de comer.
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