
Cuando hablamos de las drogas, en particular de la mariguana, casi siempre se va a su lado oscuro y maléfico. Como si se tratase de un universo esencialmente malo que lo único que merece es el rechazo absoluto por parte de la sociedad. Sin la mariguana, ¡cuán inmensa y honorablemente felices seríamos!
Respecto a la mariguana se han creado dogmas tan inapelables casi como si se tratase de un credo religioso. El dogma fundamental sostiene que la mariguana, como todas las drogas, es tan esencialmente mala que, por ende, debe ser repudiada, rechazada e incluso eliminada de una vez por todas.
Si el mal constituye la esencia de la mariguana, sus usadores se contagian de ese mal y, por ende, se convierten en malos y repudiables. Una suerte de maldad existencial que lleva el nombre de adicción. La adicción implica que la sustancia y sus usos se han convertido en una de las peores y más graves enfermedades de la contemporaneidad.
Para el discurso estatuido, los usos de marihuana y otras sustancias constituyen no solo una enfermedad altamente contagiosa e incluso mortal, sino además un vicio absolutamente inmoral.
Por ende, es preciso realizar todo lo que esté a nuestro alcance para evitar su producción, venta y uso.
De lo contrario, día a día crecerá el perverso universo de los adictos: ese macabro mundo en el que todos, sin excepción, son malos: malos hijos, malos padres, pérfidas madres, estudiantes de última categoría. “Prefiero un hijo muerto a un hijo adicto”, dice una madre.
Para ciertos ingenuos, desaparecida la marihuana, junto con otras drogas igualmente perversas, se producirá la más audaz y verdadera de las revoluciones: la paz y el desarrollo personal y social se inaugurarán de una vez por todas.
Porque adicción también quiere decir que el usador se queda sin palabra, a-dicción: privado de la posibilidad de hablar de si y de ser reconocido por los otros. Son los otros los que le privan de la posibilidad de hablar de los conflictos de su existencia
Por ende, lo único bueno que se podría hacer con la mariguana es destruirla hasta lograr su definitiva y total desaparición. Entonces, el mundo será absoluta y eternamente bueno: ya no habrá, carteles de infames y malhechores que la produzcan y la comercialicen a lo largo y ancho del país y del mundo.
Para ciertos ingenuos, desaparecida la marihuana, junto con otras drogas igualmente perversas, se producirá la más audaz y verdadera de las revoluciones: la paz y el desarrollo personal y social se inaugurarán de una vez por todas.
Chicas y muchachos se convertirán en excelentes estudiantes y en dóciles hijos de buenas costumbres. Sin la satánica mariguana, inclusive las autoridades nacionales y locales serán mejores, más eficientes y, ante todo, absolutamente honorables.
Posiblemente, ante una realidad tan conflictiva, solo resten la educación y la tolerancia. Sin embargo, el país de los corruptos, optó por el silencio.
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