
No se trata del título de una comedia cualquiera. Por el contrario, se trata de echar nuevas miradas a este mundo en el que somos y estamos para enfrentarnos a sus realidades que, en mucho, no son nada acogedoras. Al contrario, algunas no dejan de mover el edificio de nuestras pequeñas o grandes certezas.
Posiblemente, la guerra constituya la primera y más atroz de todas las inmoralidades de nuestro tiempo. No solo el hecho mismo, real y fáctico de una confrontación, sino la misma idea de que la guerra sigue constituyendo un recurso siempre disponible para solventar los conflictos internaciones e incluso nacionales.
Al final, lo que se pretende es asegurarse de que la razón y la misma verdad no pertenecen ni a lo justo ni a lo cierto. Sino a aquel que posee más poder, mayor capacidad de destruir y dar muerte. En el fondo y para quienes las sostienen e incluso las alientan, las guerras poseen un carácter eminentemente salvador, son justas y, por ende, legitimas.
Sin embargo, imposible dejar de ver el lado inhumano e incluso perverso de toda guerra en la que se destina a muertes horrorosas a los inocentes. Son los poderes maléficos los que acuden a las armas y colocan a sus pueblos, hombres y mujeres, incluso niños, en ese pérfido campo de batalla para satisfacer su egocentrismo, su afán de figurar y, sobre todo para así manejar pérfidos y ocultos deseos de causar daño al otro, en especial, al inocente.
Ahí asoma también la obscenidad de la pobreza. Y hay quienes declaran la guerra a la pobreza sin saber que ninguna guerra es buena y que resulta mala no solo como objetivo final sino también como estrategia social y política.
Al final, lo que se pretende es asegurarse de que la razón y la misma verdad no pertenecen ni a lo justo ni a lo cierto. Sino a aquel que posee más poder, mayor capacidad de destruir y dar muerte. En el fondo y para quienes las sostienen e incluso las alientan, las guerras poseen un carácter eminentemente salvador, son justas y, por ende, legitimas
Tal vez sea preciso modificar las estrategias destinadas a reducir el índice de pobreza en el mundo, para evitar que millones de niños crezcan alimentados con el sustento de la precariedad que, desde luego, es absolutamente polifacética. En efecto, la pobreza económica trae consigo muchas otras calamidades no solo físicas sino también intelectuales y, sobre todo, éticas.
Bastaría con nombrar el hacinamiento. Ese espacio del mal creado y fomentado para la pobreza y que se convierte en caldo de cultivo para no pocos de los males y desórdenes de las comunidades que no saben cómo diferenciar a los unos de los otros, cómo construir identidades, por ejemplo, desde los derechos.
En las pobrezas, los derechos y la libertad se reducen a la primera e imperativa necesidad de sobrevivir. Primero vivir, después filosofar, decían los romanos. Y este principio es no solo cierto sino absolutamente imperativo en los espacios de la pobreza.
Por ende, si bien las leyes son para ser respetadas por todos, la pobreza viene a decir que los ciudadanos no son todos iguales, que existen grandes y graves diferencias económica, sociales, físicas, psicológicas y también morales.
De modo alguno se trata de justificar el mal. Pero sí de entenderlo desde una perspectiva social y también, psicológica y ética. Por otra parte, también es indispensable tener muy en claro que los grupos de la pobreza nada tienen que ver con las asociaciones delincuenciales que actualmente azotan a ciertas ciudades del país.
No basta que nos coloquemos al borde de la ventana a observar el desfile de la obscenidad del mundo para poner el grito en el cielo y acusar a los pobres de los males que nos aquejan. Sería buenos que también aceptemos que, de alguna manera y medida, también nosotros somos responsables de esa pobreza y de ese mal.
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