Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Según historiadores y sociólogos, el denominado Estado oligárquico naufragó con la Revolución juliana, en julio de 1925. A partir de entonces, el desarrollo de una institucionalidad sólida y centralizada –como el Banco Central del Ecuador– suponía la consolidación de una autoridad nacional capaz de establecer las reglas básicas del funcionamiento para el país como conjunto. Que una institución privada como el Banco Comercial y Agrícola del Litoral –cuyo dueño hacía y deshacía con la economía y la política del país– pudiera emitir sus propios billetes, sería cosa del pasado.
Pero los coletazos de esa estructura de poder abiertamente colonial han durado más de lo que pensábamos. La vieja cultura de los pequeños grupos de poder, que creen poder actuar al margen de la autoridad nacional, se reactiva al calor de la conflictividad política. Lo acaba de reconfirmar la alcaldesa de Guayaquil, Cinthya Viteri, a propósito de dos hechos ocurridos como consecuencia de la pandemia.
El primero fue la irrupción violenta en la pista del aeropuerto de Guayaquil para impedir el aterrizaje de un avión de la empresa española Iberia. El incidente, que en cualquier situación implicaba algún tipo de sanción para la responsable, prácticamente quedó archivado.
La práctica de cuestionar la autoridad del Estado central ha servido para que cualquier grupo o personaje con un pequeño poder reine a sus anchas en sus espacios de influencia. El mal ejemplo de los poderes oligárquicos de facto ha sido reproducido en todas las escalas de la sociedad.
Prevalida de esta sui géneris forma de impunidad, la funcionaria de marras acaba de reiterar esta noción de los poderes fácticos, tan entrañable para la oligarquía porteña. Olímpicamente, se pasó por el forro la disposición del Ministerio de Educación de permitir clases presenciales en las instituciones educativas del país. Con o sin razón, desacató a una autoridad superior del Estado.
Lo más probable es que este nuevo incidente pase directamente al archivo, tal como ocurrió con el anterior.
Los dos sucesos vienen a colación porque evidencian el grave proceso de descomposición de la endeble institucionalidad pública del país. La práctica de cuestionar la autoridad del Estado central ha servido para que cualquier grupo o personaje con un pequeño poder reine a sus anchas en sus espacios de influencia. El mal ejemplo de los poderes oligárquicos de facto ha sido reproducido en todas las escalas de la sociedad. Somos un país plagado de caciques y desprovisto de regularidad jurídica.
Entonces, no hay que preguntarse mucho por las ventajas que ha sabido explotar el narcotráfico para expandir en forma vertiginosa su presencia en todos los ámbitos. Desacatar la autoridad con cualquier pretexto, como hacen los caciques de todo pelambre, es una estrategia efectiva para invalidar al Estado.
Lo demás viene por añadidura: son los poderes reales los que empiezan a ocupar el espacio vaciado de instituciones formales. Según un estudio publicado en enero de 2012 en el diario El Universal, el 71,5% de los municipios mexicanos estaban controlados por el narcotráfico. Habría que investigar qué pasa en el Ecuador.
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