
Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
El gobierno ha optado por la “guerra contra las drogas” como política de seguridad. El libreto es conocido en la región. Esta vieja estrategia belicista auspiciada por Washington desde hace 50 años ha dejado y deja graves secuelas. En términos sociales, se incrementa la violencia letal y la criminalización de la pobreza. Los habitantes de los sectores campesinos y suburbanos se convierten en “sospechosos” de colaborar con los narcos, pues son la base social que alimentan la criminalidad. En fin, los más pobres como víctimas de la violencia criminal y política, al mismo tiempo.
Pero el efecto político de la “guerra contra las drogas” es más perverso: se degrada a las ya maltrechas instituciones democráticas. Un claro síntoma de esto son las recientes declaraciones del Min. del Interior, Patricio Carrillo (https://bit.ly/3KqXmiG). Entrevistado por el medio digital Primicias, el funcionario habló de la necesidad de dotar a la Policía de capacidades especiales para combatir al crimen organizado: “esas capacidades especiales pasan por tecnología, por marcos legales que permitan estudiar ADN, extraer información sin necesidad de orden judicial, análisis de datos, la presencia de agentes encubiertos y más”. Esta declaración coincide con la del comandante de la Zona 8, Víctor Hugo Zárate, quien también habló de la necesidad de contar con una “Ley de Inteligencia” que dé más “independencia” a la Policía (https://bit.ly/3KtHMCP).
Sin controles judiciales para interceptar comunicaciones y telecomunicaciones de cualquier ciudadano la frontera entre protección y represión se disuelve. Entonces la “guerra contra las drogas” podría convertirse en el telón de fondo para el control social y el chantaje político.
Satisfacer esta demanda sería una deriva antidemocrática. Implicaría reforzar el rol de la Policía como enclave autoritario dentro del Estado. Sin controles judiciales para interceptar comunicaciones y telecomunicaciones de cualquier ciudadano la frontera entre protección y represión se disuelve. Entonces la “guerra contra las drogas” podría convertirse en el telón de fondo para el control social y el chantaje político.
Con una institución policial infiltrada por el crimen organizado, sin el cual no habría sido posible el desfalco del ISSPOL; permeada por redes de corrupción que trafican armas, brindan protección al crimen o participan en negocios ilícitos como Big Money; y sin mecanismos de supervisión externa, no hay ninguna garantía de que la “independencia” que reclama la Policía Nacional sea bien administrada.
Todo apunta en la dirección contraria. La reciente denuncia periodística con relación al caso Danubio, según la cual miembros de la Policía Judicial no habrían entregado toda la información a la Fiscalía para proteger al círculo íntimo del presidente Lasso, muestran la facilidad con que una institución sin controles adecuados puede ser instrumentalizada políticamente. Ya ocurrió durante el gobierno de Rafael Correa, tras la asonada policial del 30 de septiembre del 2010. Solo que ahora, se lo hace con la venia de la Embajada de los EE.UU.
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