
Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
Una nueva ola de disturbios en las calles de Francia acaparan la atención mundial. La violencia que incendia la ciudad es un derroche de emocionalidad, de ira, de indignación, de bronca. Lo que hoy vemos en Francia, antes lo vimos en Chile, Colombia o Ecuador. ¿Cómo entenderlo?
Daniel Innerarity esgrime una explicación desde la política de las emociones (La política en tiempos de indignación, 2015). Las emociones tienen una gran importancia configurando el espacio público. La política se teje con discursos y sin emotividad ni retórica, las palabras y los silencios se vuelven planos y opacos.
Como todo en la vida, sin un balance adecuado las emociones pueden despolitizar. Como cuando la ira o el miedo alimentan políticas de odio y exterminio. Pero no son nocivas por sí solas. Al contrario, son imprescindibles para configurar bienes públicos.
Sin confianza en las instituciones no es posible acatar reglas democráticas por convicción; y sin convicción vivimos una democracia sin demócratas. Si una causa política no transmite optimismo, no moviliza. Pero una opción política que hace de las emociones su única plataforma de lucha puede generar expectativas imposibles de cumplir.
Racionalistas y tecnócratas han exiliado los sentimientos de la esfera pública hace mucho tiempo. Por eso desconocen la empatía y padecen una grave atrofia moral que tiende a naturalizarse como un estilo de hacer política: las emociones son desechadas por irracionales e inútiles.
Algo de eso ocurrió en Galápagos, días atrás. Mientras la población sufre un desabastecimiento crónico, el gabinete en pleno, junto al Presidente Lasso y al tristemente célebre Embajador de EE.UU., se paseaban en un lujoso yate comiendo langostas y bebiendo champán. Para ellos, las “ganancias” del canje de bonos blue son más importantes que la angustia popular.
Este vaciamiento emocional de la política debe ser llenado de alguna forma. O por las movilizaciones sentimentales que desbordan las calles y activan espirales de violencia directa. O por las candidaturas populista que capitalizan los sentimientos del electorado para catapultarse.
En ambos casos, la esfera emocional está reclamando su lugar en la política. Pero el sistema no lo asimila. Al contrario, los gobernantes y los privilegiados del sistema económico excluyente y violento que impera en el mundo se vuelven impermeables al dolor ajeno.
En su lógica racionalista, las emociones son aceptables por fuera de la política. Los excesos sentimentales solo son bienvenidos en el mercado, siempre que se canalicen a través del consumo; o en la esfera privada, siempre que no se enteren los vecinos.
Esta despolitización de las emociones viene acompañada de una segregación de sentimientos. La esperanza y la alegría son un privilegio de pocos. Para los nadies solo está disponible la ira y la tristeza.
Si queremos evitar los estallidos sociales que amenazan la convivencia pacífica o los populismos que amenazan las democracias, hay que repolitizar y democratizar los sentimientos. Eso implica un ejercicio radical de innovación democrática.
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