La Ley Volstead (1919), que ilegalizó la producción y comercio de alcohol en los Estados Unidos, sentó las bases de las actuales estructuras del crimen organizado que operan en ese país, mientras que la guerra contra la producción y el tráfico de drogas, iniciada por Nixon (1973), propició la constitución de los carteles latinoamericanos que se disputan de manera sangrienta el control del mercado de la droga.
Tanto la Ley Volstead como la guerra contra el narcotráfico se han mostrado ineficaces para cumplir sus objetivos declarados y, en lugar de eso, han provocado un significativo aumento de la violencia social. La Ley Volstead ensangrentó las calles de los Estados Unidos, y la política norteamericana de guerra contra el narcotráfico ha ensangrentado a América Latina. En esta guerra, los muertos los ponen los países de la región, especialmente México, pero también Ecuador. Juan Villoro calculaba que, en tierras mexicanas, ha habido alrededor de 150.000 muertos y 30.000 desaparecidos a causa del combate al narcotráfico. Y, en Ecuador, son cada vez más numerosos los muertos por sicariato y “ajustes de cuentas”.
Legalizar el comercio de drogas puede disminuir los altos niveles de violencia generados por su prohibición. Sin embargo, el daño ya está hecho. Y las grandes estructuras criminales que el prohibicionismo ayudó a construir no desaparecerán, sino que se transformarán y adaptarán para participar en nuevos negocios y blanquear el dinero mal habido.
Legalizar el comercio de drogas puede disminuir los altos niveles de violencia generados por su prohibición. Sin embargo, el daño ya está hecho. Y las grandes estructuras criminales que el prohibicionismo ayudó a construir no desaparecerán.
Empeñado en una lucha que, en el fondo, favorece la economía “narco” y la de los fabricantes de armas y tecnologías de seguridad y vigilancia, el gobierno de los Estados Unidos, que ha apoyado con dinero y entrenamiento a las fuerzas policiales y militares de distintos países de América Latina, no ha mostrado el menor interés por fortalecer la lucha que estos mismos países realizan contra la corrupción: el mal que, al menos en el Ecuador dominado por el “correísmo”, mayores daños ha causado a la sociedad y a las instituciones públicas.
De hecho, los Estados Unidos se han convertido en el refugio predilecto de funcionarios y empresarios corruptos, que han escapado de la justicia ecuatoriana. Una vez ahí, los prófugos se sienten seguros, protegidos por el gobierno y las cortes estadounidenses, que siempre encuentran algún motivo, alguna “leguleyada”, para negar las extradiciones solicitadas por nuestro gobierno. Ahí, con el dinero robado a los ecuatorianos, los prófugos prosperan.
La DEA suele permitirse “misiones especiales” que infringen las leyes de los países en los cuales opera, mientras que los fiscales y jueces norteamericanos no permiten que dichas leyes se apliquen.
Hipócrita. Esta es la palabra que define la política de los Estados Unidos frente a la corrupción y al narcotráfico en América Latina. Sus gobernantes saben que las instituciones debilitadas por la corrupción son susceptibles a la presión y control de los narcotraficantes, y saben, también, que el problema central del narcotráfico no está en la oferta, sino en la demanda. No obstante, protegen a Carlos Pólit, a Pedro Delgado, a los hermanos Isaías. E insisten en continuar una guerra que no ha logrado disminuir el consumo de drogas, ni en su país ni en los países productores, y que lo único que hace es aumentar los niveles de violencia social, y justificar la existencia de organismos que, como la DEA, consumen y consumen y consumen los productos de la próspera industria de la violencia.
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